ANÁLISIS

Un Gobierno sitiado, que busca salidas alternativas

Nada de lo que ocurrió en la tormentosa sesión de apertura del año parlamentario puede sorprender a nadie. Todos los actores principales en la coyuntura habían descubierto ya sus cartas y actuaron del modo previsto. El propio gobierno, ya sin mayores posibilidades de recuperar sus equilibrios internos, había decidido entrar con lo puesto en el torbellino de la crisis y asumir una crisis de gobernabilidad latente desde la fundación del Frente de Todos y acelerada por las secuelas de la derrota electoral de noviembre pasado.

Un ejercicio hasta cierto punto contra fáctico permite aventurar que Alberto Fernández habría podido, sin duda, dejar de lado el estallido pasional del martes pasado. Para ello le hubiera bastado con omitir a estas alturas forzada referencia a la herencia recibida y a las responsabilidades penales de los funcionarios anteriores. Con muy poco, habría definido un escenario menos confrontativo y habría podido iniciar una trabajosa, pero en modo alguno imposible tarea de reconstrucción de la coalición de gobierno.

¿Por qué opto entonces por estrellarse contra el blindex? ¿Cuál fue su estrategia? ¿Acelerar las contradicciones? ¿Dividir a sus adversarios de adentro y de afuera? ¡Apostar a un proceso de desgaste mayor de todas las variables, bajo la presión de la agenda económica? ¿O más bien, forzar una crisis política de mayor envergadura que le habilite la ruptura de acuerdos y abrir paso a soluciones heroicas?

Algunos capítulos del discurso pueden alentar esta hipótesis en el sentido de "cuanto peor, mejor".

Aun así, es cada vez más evidente que las condiciones reales del país dejan escaso margen para un equilibrio de tal naturaleza. En el plano económico, las dificultades con que sigue tropezando a "letra chica", del acuerdo de facilidades extendidas con el FMI tienden a agigantarse. Basta observar que el núcleo central del frente de gobierno, representado por Máximo Kirchner, ha decidió no tomar riesgos de ningún tipo y preservar, al menos hacia adentro, el escaso capital político que ha podido rescatar al cabo del primer tramo del gobierno. Una cosa es perder elecciones y otra, mucho más peligrosa, es perder hasta la base política propia, acompañando una propuesta que les es ajena y que no parece contar con más apoyo que los que nacen del horror de muchos al vacío del default.

Ningún sector económico ni político imagina, en efecto, una alternativa de recuperación mágica de la economía, sobre la base exclusiva del funcionamiento espontaneo de los mercados. Una cosa es que a los técnicos del FMI les baste con lo propuesto para cerrar un acuerdo y otra cosa, muy distinta, es que se pueda avanzar en términos de economía real, sin un compromiso serio y consistente y, sobre todo, consensuado y participado por todos los sectores de la economía real.

Estabilizar los desequilibrios de la economía sin el impulso de reformas estructurales que vayan al fondo de la "excepcionalidad argentina" es, en efecto, jugar con fuego. Nadie duda que los sacrificios de toda estabilización no pueden ser propuestos ni aceptados sin un correlato de reformas estructurales y profundas. Son las reformas las que legitiman los esfuerzos y privaciones. Reformas que planteen cambios de fondo en el mercado laboral, en el sistema tributario, en los ángulos ciegos de las regulaciones, en la necesidad de avanzar en reformas que actualicen todos y cada uno de los aspectos del sistema previsional. Reformas que no requieren necesariamente consensos políticos, siempre y cuando existan consensos sociales. Bien lo saben las dos principales fuerzas políticas históricas.

Las frustraciones de los dos últimos gobiernos proporcionan enseñanzas elocuentes. Entre 2015 y 2019, el PRO gobernó en solitario, desdeño cualquier acuerdo con los socios de la coalición y apunto a una hegemonía propia y alternativa, bajo la convicción de que la grieta solo podía superarse a través de su antónimo, la hegemonía. Entre 2019 y 2021, el kirchnerismo acaba de fracasar en un propósito idéntico. Intento una gestión monocolor, desdeñó apoyos de cualquier tipo, ignoró la buena nueva de más de veinte gobernadores exitosos y, sobre todo, de una sociedad resiliente, imaginativa y preparada para progresar y crecer. Imagino también una superación de la grieta a través de la utopía de una nueva hegemonía.

Las imágenes de la bancada del PRO abandonando el hemiciclo del Congreso o del jefe del kirchnerismo renunciando a cualquier responsabilidad en la gestión futura de la crisis ilustran acabadamente esta situación de agotamiento de estas dos formas extremas de la polarización política de los últimos años.

Bajo estas condiciones, aún es posible que Fernández recupere el eje de la balanza. No tanto por virtudes propias, como por la decisión concertada de los sectores políticamente más responsables del peronismo, el radicalismo y otros partidos.

El sistema político esta atravesado por dos ejes transversales. De un lado los que tratan de extremar la polarización despreciando los avances graduales. De otro, los que conciben la política como una construcción de posibilidades de mejoramiento paulatino de la convivencia. Alimentado por el éxito de casi todas las gestiones provinciales, este último eje ha sumado gobernadores, intendentes y funcionarios. Trata de capitalizar lecciones aprendidas de experiencias pasadas, presentes y futuras y apuntan a electorados cada vez mas maduros para la búsqueda de soluciones transversales.

En este punto, Fernández puede encontrar la posibilidad de una salida, Después de todo, es un tipo de política para la que él en realidad está más preparado. Es él más bien el Fernández del 2003, el de una política sin hipérboles ni exageraciones, capaz de encontrar en el consenso plural de la política con los sectores sociales el sendero hacia las muchas salidas posibles. Para ello, en lo que le resta de mandato, tendrá renunciar a las utopías y asumir como primera prioridad una despolarización profunda de todos y cada uno de los temas fundamentales de la agenda nacional.

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