Opinión

¿Será el fin de un privilegio clasista y anacrónico?

El siglo XXI trajo tantas bendiciones como calamidades. Algunas pandemias y guerras de trinchera que ya creíamos que habían quedado enterradas para siempre en el siglo pasado, volvieron a asomar en su versión más despiadada.

El covid 19, la invasión de Rusia a Ucrania, la exacerbación del cambio climático con reiteradas sequías e inundaciones y la crisis energética que desató un proceso inflacionario inédito en todo el mundo desde hace más de cincuenta años.

Pero no todo es desgracia. El mundo sigue demostrando signos de progreso científico que se percibieron fácilmente en la celeridad con la que pudimos contar con vacunas pocos meses después de haberse desatado la pandemia; la desigualdad hizo su parte para que la distribución de las primeras dosis sólo estuviera disponible en los países más desarrollados, pero esa es otra historia.

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Junto con ese progreso científico vemos una avalancha de tecnología digital al alcance de todos, democratizándose así el acceso a la información y la visibilidad de una realidad global que muchas veces muestra con obscenidad los privilegios y sus efectos sobre la sociedad.

En los últimos días se ha instalado nuevamente el debate de los subsidios. Lo novedoso es que hasta ahora, siempre que se hablaba de subsidios lo hacíamos en relación a los movimientos sociales y los planes existentes para mitigar la indigencia en sus diversas formas.

En este caso, la polémica se abrió para discutir los privilegios de dos sectores no vulnerables: el Impuesto a las Ganancias que el Poder Judicial no quiere pagar y la expansión de las deducciones del mismo impuesto para el caso de cuotas a institutos privados de educación.

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Que Argentina es un país con 50% de chicos pobres es una verdad tan dolorosa como conocida. Que existen muchos trabajadores registrados y en blanco que perciben salarios por debajo de la línea de pobreza es una realidad que nos avergüenza a buena parte del empresariado y debería hacernos reflexionar.

Pero lo que no se conoce tanto es que nuestro país afronta un déficit fiscal inflacionario cuyos efectos castigan fundamentalmente a quienes se encuentran en la base inferior de nuestra pirámide social, algunos de los cuales terminan incluso cayendo por debajo de la línea de indigencia. Según el INDEC, en el primer semestre del año la indigencia tuvo un repunte de 0,7 puntos porcentuales y se ubicó en el 8,8% de la población.

Es en este contexto de país que nuestros legisladores se aprestan esta semana a debatir la continuidad o no de un privilegio impositivo para el sector judicial que equivale por año al mismo monto que el estado recaudó el año pasado por el impuesto a las grandes fortunas que el propio poder judicial sí convalidó como justo y necesario.

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¿En el nombre de qué justicia social podrían cuestionar ahora esta eliminación de un beneficio clasista y anacrónico, si es que la cámara de Diputados se aviene a aprobar su baja? En el nombre de la misma creatividad se ha propuesto también que puedan deducirse del impuesto más progresivo y de mejor factura técnica que se aplica en la mayoría de los países civilizados del mundo, hasta un 60% de las cuotas a institutos privados de educación.

Podríamos evaluar algo así si no estuviéramos, por otro lado incluyendo en el mismo presupuesto una reducción del 15% para la inversión en educación pública que es justamente de las pocas herramientas que nos queda para seguir promoviendo la movilidad social de nuestra querida Argentina.

Una cosa se invalida inmediatamente con la otra. Gobernar es priorizar y para el Congreso, legislar con responsabilidad y sustentabilidad social. Esperemos que todos los bloques de diputados esta semana tomen conciencia de la importancia de lo que están discutiendo y actúen en consecuencia.

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