Nueva política oficial: discutir precios
A partir del pico de 25,5% en la inflación mensual de diciembre se produjo una marcada desaceleración. Marzo cerró en 11%, una tasa similar al promedio registrado entre agosto y noviembre pasados cuando después de 22 años los precios volvieron a aumentar a dos dígitos por mes. Es ahora cuando comienza a ponerse en juego la estrategia antiinflacionaria del gobierno. Tiene que demostrar que puede reducir de forma sostenida la tasa de inflación heredada, a diferencia de lo que hicieron tanto el gobierno de Mauricio Macri como el de Alberto Fernández. En el corto plazo, un buen resultado sería retornar a los registros pre-elecciones, alrededor de 7% mensual. ¿Es posible?
La dificultad queda al descubierto por distintas medidas que tomó el ministerio de Economía en las últimas semanas. En marzo decidió postergar la implementación del nuevo cuadro tarifario del gas hasta abril para quitar presión al índice de precios al consumidor (IPC). En esa misma dirección, comienza a señalar públicamente a distintos sectores porque sus precios no evolucionan de acuerdo a lo que le resulta conveniente. Un contrasentido para un gobierno que se autodefine como liberal. Los primeros apuntados fueron los supermercados y luego se sumaron las empresas de medicina prepaga. Dos sectores que, sumados, explican más de un tercio de la evolución del IPC.
A su vez, el gobierno intenta controlar otro precio clave de la economía: los salarios. Con ese objetivo es que dilató o directamente no quiere homologar diferentes acuerdos paritarios alcanzados por representantes sindicales y empresarios. Hoy la discusión se centra en Camioneros, un gremio con mucho impacto tanto por la cantidad de afiliados como por el rol de sus salarios dentro de los costos de la cadena de producción de gran parte de la economía.
Ante estas decisiones y aparentes contramarchas surge el interrogante sobre si existe un plan secuencial o es todo producto de improvisar sobre la marcha. Seamos optimistas y consideremos la primera opción. Es plausible que, en su etapa inicial, el plan implicaba liberalizar precios para intentar equilibrarlos mientras el capital político estaba intacto. Es indiscutible la necesidad de llevar a valores consistentes las tarifas de gas y electricidad con la capacidad de su financiamiento mediante subsidios. El camino elegido fue de shock. Como resultado, desde diciembre los precios regulados aumentaron 30 puntos porcentuales más respecto a la inflación núcleo. Una tendencia que se profundiza este mes con el nuevo cuadro tarifario del gas.
La liberalización no sólo fue de precios regulados sino también de aquellos que estaban dentro de acuerdos, como los combustibles y los alimentos. Esa política formó parte de un juego de contrapesos, donde se avaló el desplome de los salarios. En diciembre cayó 17% el poder de compra de los trabajadores registrados respecto a un año atrás, una pérdida que continuó profundizándose en los meses posteriores. La discusión sobre la homologación de las paritarias busca que esa contracción se frene pero que no se revierta. Algo similar a lo que sucede con las jubilaciones, recién este mes empezaron a ajustarse por inflación y por única vez se otorgó un aumento extra pero que no termina de cubrir la pérdida de los primeros meses. De esa forma el gobierno mejora la perspectiva de los jubilados para el resto del año pero no revierte el ajuste inicial sobre sus ingresos.
Podemos interpretar que el gobierno busca cerrar la etapa en la que algunos precios subían de más para compensar el retraso acumulado en el gobierno anterior mientras otros crecían por debajo del nivel general. Ahora todos los precios deben crecer con baja dispersión y en un sendero decreciente. Así funciona la segunda secuencia del plan antiinflacionario.
Ahora bien, el optimismo respecto a que el gobierno tiene un plan y estamos ingresando en una segunda etapa encuentra un límite. Si bien no es tarde, aun no está construida la base que permite proyectar un sendero sostenido de desaceleración de la inflación.
El primer paso es acumular dólares. Sostener el cepo cambiario y aumentar la deuda de los importadores permitió dar una falsa sensación de que ya se superó el desequilibrio entre la oferta y demanda de dólares. Pero aún estamos lejos. Por caso, el gobierno ya manifestó que intenta incrementar el endeudamiento con el FMI. La fragilidad es muy grande, la decisión de adoptar un tipo de cambio cuasi fijo, en una economía sin dólares, es uno de los fundamentos de la reducción de la inflación pero puede ser también su talón de Aquiles. Un simple repaso de nuestra historia económica da cuenta cuán costosos y vulnerables son los regímenes de tipo de cambio fijo.
Eso nos lleva a la segunda fila de ladrillos que requiere una base sólida para un plan antinflacionario: los acuerdos. La decisión de consolidar la pérdida de poder adquisitivo de las familias va en línea con el objetivo de una economía más chica. Buscado también mediante un ambicioso ajuste fiscal. Un mercado interno reducido y un bajo nivel de ahorro permiten una mayor acumulación de dólares para el Banco Central. Pero también incrementan la conflictividad social. Si un sector de la economía busca recuperar o mejorar su posición relativa puede desencadenar en que algunos precios relevantes sobrepasen los aumentos que pretende el gobierno. Y eso puede derivar en un nuevo salto nominal. Los acuerdos de precios y salarios son fundamentales porque permiten, al menos durante un tiempo, evadir ese resultado.
Finalmente, la acumulación de dólares y los acuerdos le dan al plan la tan necesaria credibilidad. Un activo que aún no tiene. En la economía, las expectativas son un factor determinante. Para un sector ajustar sus precios por debajo de la inflación pasada de forma sostenible implica un acto de fe: creer que hacia adelante el resto de la economía también hará lo mismo.
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