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La sequía obliga a pensar en un modelo que garantice más dólares

La Argentina tiene una enfermedad crónica: padece, desde hace décadas, un faltante de dólares que desacomoda el cuerpo de toda su economía. Como repite José Ignacio de Mendiguren, exporta una mayoría de bienes baratos e importa bienes caros. Parte de su problema es que siempre apareció alguien que permitió financiar esa diferencia, ayuda que nunca fue generada como permanente. Cuando el flujo se acababa, resurgía un episodio de crisis y la estantería interna se volvía a caer. Décadas atrás, la salvación era una buena cosecha. En la convertibilidad, las privatizaciones. Desde 2018 a esta parte, el FMI.

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En paralelo a estas alzas y bajas, hubo intentos de acomodar la estructura económica para cubrir esa brecha de divisas. El dólar barato de Cavallo facilitó inversiones extranjeras en servicios públicos e infraestructura (una opción que se hizo posible porque las condiciones de ingreso les aseguraban una renta más que atractiva). Las compañías argentinas que se capitalizaron quedaron mejor paradas para el futuro. Lo que no imaginaban era que ese sendero las iba a enfrentar a un default.

Pero el dólar "caro" que vino en 2002 para ayudar a exportar se terminó cuando debió ser utilizado como ancla para contener la inflación. La Argentina bimonetaria no nació sola: fue el resultado de la destrucción del peso como moneda de ahorro, con una consecuencia difícil de controlar. El valor del dólar se transformó en disparador de decisiones políticas, ya que la clase media asoció sus preferencias a un tipo de cambio que le permitiera estar más cerca de esos bienes caros que nunca dejaron de ser objeto de deseo en la Argentina (viajes, tecnología, autos). El resultado fue un péndulo que a veces sirve para aportar divisas al Banco Central y el resto de las veces solo consigue vaciarlo.

En 2023 la Argentina se enfrenta a la peor sequía en décadas. Es una maldición difícil de anticipar (supera a la de 2018) pero no es excusa para los funcionarios que deben tomar decisiones sobre esta coyuntura. Le toca a la política asumir como dato que el cambio climático es un actor más del contexto global, sobre todo para un país que se financia con la exportación de materias primas agrícolas. Es hora de trabajar en un modelo exportador que garantice el flujo de divisas que requiere la economía, para producir, pagar sus deudas y remunerar a los capitales que invierten. Pero no debe ser un modelo excluyente, que idealice el potencial de unos y subestime el de otros. Las reglas funcionan cuando valen para todos. Y las soluciones no deben centrarse en un dólar caro o barato. Deben apuntar a tener un peso sano, para que el colchón deje de estar teñido de verde.


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