Quién fue el último emperador de México y cómo su aventura terminó en fracaso

La entretenida historia de Edward Shawcross explora una de las hazañas políticas y militares más imprudentes del siglo XIX.

Para algunos de sus contemporáneos y algunos historiadores posteriores, había algo falso o repugnante en Napoleón III. Sobrino de Napoleón Bonaparte, Napoleón III gobernó como presidente de Francia de 1848 a 1852, y como emperador hasta 1870, cuando su régimen se derrumbó tras una aplastante derrota militar a manos de Prusia.

El novelista Víctor Hugo lo condenó como "bandido" por el golpe de Estado de 1851 en el que derrocó a la Segunda República de Francia. Otto von Bismarck, el estadista alemán, lo llamó una "esfinge sin acertijos". AJP Taylor, el conciso historiador inglés, dijo que lo que Napoleón "aprendió de los errores del pasado fue cómo cometer otros nuevos".

En la segunda mitad del siglo XX, la reputación de Napoleón experimentó una modesta rehabilitación. Ganó elogios por el progreso económico y social de Francia durante el Segundo Imperio. Se le atribuyeron notables éxitos en política exterior en la guerra de Crimea, en la promoción de la unificación italiana y en la expansión del imperio de ultramar de Francia. Menos positivamente, llegó a ser visto como uno de los primeros exponentes de la gobernanza moderna de líderes autocráticos basada en el mito dinástico y los instintos políticos conservadores de un electorado de masas.

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Sin embargo, Napoleón también fue responsable de una de las aventuras políticas y militares más temerarias de la historia francesa del siglo XIX: el intento en la década de 1860 de establecer una monarquía en México bajo Maximiliano, el archiduque de los Habsburgo, hermano de Francisco José, emperador de Austria. Este episodio curioso, a menudo descuidado, es el tema de The Last Emperor of Mexico (El último emperador de México) de Edward Shawcross, un relato magníficamente entretenido y bien investigado que establece un nuevo estándar para las historias de una aventura condenada al fracaso.

Si Napoleón es el villano del libro de Shawcross, Maximiliano es el antihéroe: un hombre básicamente decente e introspectivo que - hasta que el emperador lo atrajo para que actuara como el 'líder designado' de los planes de Francia en el Nuevo Mundo - parecía estar marcado para una vida de ocio real en Europa central.

Su esposa Charlotte, mejor conocida como Carlota, la hija del rey Leopoldo de los belgas, lo animó con la ilusión de que México acogería a un monarca de los Habsburgo. Carlota era "seria, decidida y ferozmente ambiciosa; ella creía que estaba destinada a realizar la obra de Dios", escribe Shawcross.

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El estallido de la guerra civil estadounidense en 1861 le dio a Napoleón la oportunidad de intervenir en México. Un país desgarrado por la inestabilidad desde su independencia en 1821, México había perdido vastas extensiones de territorio ante Estados Unidos en la guerra de 1846-48. Napoleón vio en México la oportunidad de trazar una línea contra el expansionismo estadounidense y crear un imperio informal fabulosamente rico a bajo precio. La estrategia incluía un plan en el que Francia le impondría los costos de su ocupación al sobrecargado tesoro mexicano. Estados Unidos, convulsionado por sus problemas internos, no podría detenerlo.

La aventura estuvo plagada de contradicciones desde el principio. Maximiliano soñaba con gobernar de una manera vagamente liberal e ilustrada, pero la mayoría de los mexicanos que apoyaban su régimen eran totalmente reaccionarios. Eugénie, la emperatriz de Napoleón, describió a uno de estos aliados -el monárquico mexicano José María Gutiérrez de Estrada- como "un retrato que ha estado clavado en la pared durante siglos y que de repente cobra vida en el presente".

Maximiliano ni siquiera pisó México hasta mayo de 1864, más de dos años después de la llegada del primer contingente de tropas francesas. Maximiliano, sus aliados mexicanos y los franceses nunca lograron establecer el control más allá de la Ciudad de México, un corredor de tierra que conecta la capital con el puerto de Veracruz y algunas otras ciudades. Maximiliano, quien no era un militar, a menudo parecía más interesado en redactar oscuros puntos de etiqueta para su corte, como la estipulación de que todos los guardias de palacio deberían tener al menos seis pies de altura.

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Proclamó reformas como la abolición de la servidumbre por deudas y los castigos corporales, y publicó decretos en náhuatl, la lengua de los aztecas, por primera vez en la historia del México independiente. Pero su autoridad sobre el país era tan limitada que sus reformas existieron principalmente en el papel. "No se realiza nada en serio. Los decretos se publican todos los días, pero ninguno se ejecuta", escribió el enviado francés Alphonse Dano.

Para 1865, las fuerzas de la Unión habían derrotado a los confederados en la guerra civil de Estados Unidos, y el fin del imperio ilusorio de Maximiliano estaba a la vista. El gobierno de Estados Unidos le advirtió a Napoleón en términos inequívocos que pusiera fin a sus travesuras en México. Napoleón debidamente abandonó a Maximiliano y retiró las fuerzas de Francia. Maximiliano se lamentó: "Me parece imposible que el monarca más sabio del siglo y la nación más poderosa del mundo ceda ante los yanquis de esta forma un tanto indigna".

El autoproclamado emperador tuvo un final innoble. Capturado por fuerzas leales a Benito Juárez, el presidente legítimo de México, fue fusilado en junio de 1867. Shawcross concluye que Maximiliano era "un hombre divorciado de la realidad, un hombre acostumbrado a doblegar el mundo a su imaginación". Más pertinente aún, la incursión de Napoleón en México fue "una apuesta monumental, escandalosa incluso para los estándares del imperialismo europeo".

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