El éxito de Don Julio, la mejor parrilla del país, explicado paso a paso por su dueño

Está en Palermo y cumple 20 años. Quedó en el puesto 34° en la lista The World’s 50 Best Restaurants y se convirtió en la primera parrilla argentina entre los 50 mejores del planeta. Además, trepó del 6° al 4° puesto en los 50 Best Latam.

Todo estaba listo: los manteles y las servilletas en su lugar, el fuego en marcha, la carne esperando la comanda. Era la nochecita del 29 de noviembre de 1999 y Don Julio abría sus puertas por primera vez. Pablo Rivero era un chico de 20 años, estaba ansioso por que arrancara bien el negocio familiar. Por las dudas, volvió a chequear que todo estuviera bajo control: las mesas, los platos, las copas, los vinos. La gente pispeaba al pasar por la esquina, pero seguía de largo. Al rato, las brasas seguían crepitando en la parrilla, pero no había un alma a quien servir una tira de asado. Parado al lado de Pepe Sotelo, el parrillero, Pablo pensó en voz alta: “¿Hoy nos morimos vírgenes? . Es 2019. A fin de año, Don Julio cumplirá 20 años. Pepe sigue junto a Pablo y, cómplices, se ríen de esa anécdota. Mientras tanto, la gente hace cola para entrar.

El perfil global de esta parrilla de barrio comenzó a gestarse hace ya varios años. Su evolución está delineada por una profunda búsqueda de la trazabilidad de cada uno de los productos que se ofrecen y por la rigurosa profesionalización del servicio. En los últimos años han pasado por sus fuegos los mejores chefs de la época: desde Mauro Colagreco (el argentino cuyo restaurante Mirazur, en Francia, fue elegido el número 1° en la lista de San Pellegrino 2019); los peruanos Virgilio Martínez y Pía León, Gastón Acurio, Micha Tsumura; la colombiana Leonor Espinosa, los vascos Aitor Arregui y Josean Alija y el mismísimo Michel Bras, el francés considerado un genio innovador que marcó a generaciones con sus platos basados en los productos de su entorno.

Hoy es el único restaurante argentino que figura en el ranking de The World’s 50 Best Restaurants (en la última edición quedó en el puesto 34°) y ocupa el cuarto lugar entre los 50 mejores de América latina, lista que además le otorgó el premio Arte de la Hospitalidad.

 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Orgullosos de mostrarle al mundo la Parrilla Argentina. . Gracias @peterkaminsky1 . Gracias @nytimes . Link a la nota en nuestra bio . #parrilla #asado #nytimes #50bestrestaurants #bacapitalgastronomica #culturaargentina

Una publicación compartida por Don Julio (@donjulioparrilla) el 11 de Sep de 2019 a las 6:05 PDT

 

El salto cuántico es producto del compromiso y del respeto por el producto, por el comensal, por el trabajo gastronómico. Pablo Rivero creció, literalmente, entre las paredes de su parrilla: se formó como empresario, como sommelier y consolidó su conocimiento sobre la carne argentina, tema que lo apasiona. Por sobre todo, jamás perdió de vista el objetivo que se impuso aquella nochecita de 1999: “Hacer feliz a la gente .

Rivero dice que no tiene un sexto sentido, que aprende mirando y que no teme preguntar cuando entra en confianza. Dice que es un pibe de barrio que se crió jugando al fútbol en la vereda y que si hubiera tenido habilidad, hubiese sido profesional. Dice que toma algunas decisiones muy rápido, pero que no hace nada sin estar convencido.

Sus comienzos son conocidos: su padre era productor ganadero en Rosario, su abuelo era carnicero. Al llegar a Buenos Aires, la familia decidió poner sus energías en un negocio en el que pudiera aplicar todo su expertise. Justo debajo de la vivienda que ocupaban en la esquina de Guatemala y Gurruchaga, cuando el Palermo de moda apenas asomaba en el horizonte, había una parrilla (Los Barrilitos) que necesitaba urgente un cambio de manos. Mantuvieron a Pepe Sotelo al mando de los fuegos, honraron con el nombre del local a un amigo querido que era murguero y asador y así, junto a sus abuelos y sus padres, Pablo dio sus primeros pasos como empresario. Los años venideros fueron puro aprendizaje para él y para el restaurante: en estas dos décadas, Don Julio pasó por mil etapas y siempre fue protagonista de su tiempo. Sin dudas -Pablo Rivero lo explica bien- la clave del éxito radica en comprender rápido (y no claudicar) que había que poner en valor nuestra cultura gastronómica y llevarla a su máxima expresión.

 

 

 

 

 

 

Son las 10 de la mañana de un día cualquiera. Con pañuelo al cuello, una de las marcas de su vestuario, Pablo Rivero se sienta a charlar mientras a su alrededor se mueve el universo Don Julio: entran carritos que transportan pilas de manteles impecables, cajas y cajas de los mejores vinos argentinos; un asistente carga un tren de bife con el mismo cuidado con el que tendría en brazos a un bebé; viene alguien que pregunta dónde toman la entrevista para formar parte de la brigada, suena el teléfono para anotar reservas, se acomoda la primera tanda de morrones sobre la parrilla y se limpia por quincuagésima vez el mostrador emblemático del salón.

Don Julio acaba de protagonizar un hecho histórico en la gastronomía nacional: nunca antes una parrilla argentina había quedado entre los 50 mejores del mundo ¿Qué te pasa en el cuerpo cuando escuchás esto?

Por supuesto estoy contento, pero también sé que uno no debe confundirse. Nosotros no trabajamos para el ranking, yo no creo en la cultura del mejor. El mejor restaurante es el que más te gusta. En Don Julio hacemos nuestro camino, damos lo mejor de nosotros. Creo que el éxito tiene que ver con un montón de parámetros a medir. No se trata sólo del lugar al que llegaste: tiene que ver con el trayecto recorrido. Suelo evaluar el éxito de algo en función de si ha dado lo mejor de sí para alcanzar el lugar que ocupa. Si lo ha dado todo. Y nosotros lo damos todo para hacer feliz a la gente, para mejorarle el día cuando nos visitan. El premio es muy gratificante para el equipo, porque es un reconocimiento al trabajo. Pero creo que lo central es que es un premio a la gastronomía argentina, a la parrilla argentina y al producto argentino, como la carne y el vino.

En la primera edición de los 50 Best Latam se cuestionaba que una parrilla figurara en la lista de los mejores restaurantes. Hoy todos aplauden que así sea, ¿qué sucedió en el medio?

Lo que nos sucede siempre a los argentinos y nuestra costumbre de no valorar lo que tenemos, nuestra propia cultura. Solemos pensar que lo que hacen los demás siempre está bien. Y, por lo general, creemos que somos muy buenos en cosas en las que no lo somos y al revés: no nos la creemos en cosas en las que sí lo somos. Nos pasa en el fútbol: ya no somos la mejor selección del mundo. Tenemos un gran jugador, eso sí, pero después somos una selección de segundo nivel. Sin embargo, insistimos. Pongamos otro ejemplo: somos número uno en el mundo en materia agropecuaria, siembra directa y carne, pero no lo valoramos. Y nos sorprendemos cuando viajamos por el planeta, conocemos otras culturas, otros países y despotricamos contra todo lo argentino. Así somos.

 

 

Angus colorado (Ph: @donjulioparrilla)

 

 

¿Cuáles son los hitos que marcaron el éxito de Don Julio en estas dos décadas?

Creo que el primero fue tomar el riesgo de hacer algo nuevo en medio de una catástrofe como la que vivía el país en los ‘90. Vivíamos en un país quebrado y eso hizo que se igualasen las condiciones de cualquiera: nadie estaba dispuesto a invertir lo que tenía y muchos no tenían la capacidad. El que tenía la guita la guardaba, y los que veían la posibilidad quizás no tenían el dinero. Pero nosotros teníamos las ganas, el empuje y el coraje para seguir adelante. Éramos una familia que venía de Rosario tras haber quebrado económicamente con la producción ganadera. Vinimos a Buenos Aires con muchas ganas de trabajar. Tomar el riesgo fue el primer hito. Lo segundo importante fue la decisión de creer en nuestro conocimiento sobre la carne y nuestra idea de hacer un restaurante para llevar a la máxima expresión la cultura argentina. La primera marca que registramos (¡que era irregistrable!) era “Don Julio, lo nuestro. Argentina . Eso definió todo: el intento de llevar a la máxima expresión nuestra cultura es por lo que siempre peleamos. Esos son los dos hitos más importantes. Después llegó mi crecimiento personal y profesional. Y la suerte de que fueron más veces las que el público disfrutó de lo que hacíamos que las que no.

¿Qué habilidades hay que tener para ser  empresario gastronómico en la Argentina?

Lamentablemente no alcanza con el talento. En la Argentina, la mejor pyme no es la que más knock-out logra, si no la que menos veces se cae del ring. Acá el mejor es el que menos veces cae en la lona, el que más resiste. Hay muchas cosas afectivas, como el nacimiento de un hijo, que te dan fuerza y te ayudan a seguir adelante. Cuando nació Facundo, en 2004, no tenía un mango partido al medio. Nació Juan Martín, mi segundo hijo, y estaba más o menos igual. Pero ellos me daban fuerza: no quería que pasaran lo mismo que yo. Así se convirtieron en la vitamina diaria que saca siempre lo mejor de mí.

¿Cuánto te marcó el ‘fracaso’ del negocio familiar en los ‘90? Suena que lo pasaste mal…

Bueno, que el proyecto de vida familiar del que era parte no funcionara, me marcó, porque todo sucedió cuando era adolescente. Y esto es algo que no me pasó sólo a mí, le pasó a todos los argentinos. Hay gente que no se levantó de eso nunca más: ni anímica ni moralmente. Esa es una marca argentina. Todo lo demás es cómo hicimos para sostenernos arriba del ring. Llega un momento en que las cosas se empiezan a acomodar. En este país, sostenerse es un gran mérito. Y si resistís, al final encontrás en el público la valoración de eso. Yo tenía 20 años, abrí un restaurante, había comensales que hasta me enseñaban a cambiar un cenicero, que soportaban mis errores y valoraban mis ganas. Esa gente me ayudó un montón y estoy agradecido. Aprendí que cuando te la bancás, cuando tomás las críticas como algo constructivo, las cosas llegan. Los argentinos somos buena gente, aunque a veces tenemos mala fama.

 

Guido Tassi, el cocinero que más sabe de chacinados y embutidos,
es parte de Don Julio desde hace 4 años

 

 

¿Cómo se construyó estratégicamente el despegue internacional de Don Julio?

Eso fue parte de la rebelión que tengo adentro: desde siempre quise poner en otro nivel a la parrilla argentina, que es nuestra cultura gastronómica. Y que nadie me venga a decir que vale menos que la de otro. La cocina francesa, la italiana, la española, la nuestra: todas valen. Insisto: es una característica argentina desvalorizar nuestro ADN. Hoy lloramos por la escuela pública de excelencia que hemos perdido. Basta de llorar: para arrancar, fortalezcamos y valoremos lo que tenemos, las cosas que hacemos bien, las que son nuestras. Y la parrilla es una de ellas. Esto es similar a lo que hicieron Gastón Acurio, Virgilio Martínez, Micha y muchos cocineros en Perú. Y tantos otros en distintos países. Poner en valor lo propio fue rebelarse contra lo dado. Durante mucho tiempo, nadie valoró la parrilla. ¿Y ahora quién va a decir algo, si vino Michel Bras a cocinar a una parrilla argentina? Si Mauro Colagreco, el número uno del planeta, es de las personas que más nos apoyan. Como toda la gente talentosa, ve más allá de sí mismo. No hablo de Don Julio, hablo de la parrilla en general.

¿Cómo describirías Don Julio a alguien que todavía no conoce el restaurante?

Diría que va a comer carne argentina a la parrilla hecha a la manera tradicional: platos pensados desde un concepto de estacionalidad. Va a comer lo que consideramos que es lo mejor que le podemos dar. Va a comer animales criados a pastura, porque pensamos en la sustentabilidad y la trazabilidad de todo lo que servimos. Por eso trabajamos con huertas que siembran nuestras semillas, como por ejemplo los tomates y los ajíes. Y disfrutará de quesos de distintos productores nacionales, que son muy buenos. Además, tenemos al maestro parrillero Pepe Sotelo al mando y al chef Guido Tassi que hace una asesoría integral y desarrolla los embutidos, las guarniciones, los postres, los helados. Todo eso, acompañado por los más ricos vinos argentinos.

Cenar en un restaurante puede ser algo efímero, olvidable. O puede ser un antes y un después en la vida. ¿Qué es lo que define que una gran  comida sea una experiencia gastronómica?

Creo que hay que bajar las pretensiones del público sobre las expectativas de lo que supone una gran comida. El mejor restaurante es el que te hace sentir cómodo para liberar tus emociones, porque comer es un acto muy íntimo. Hace muy poco en la historia de la Humanidad que comemos sentados alrededor de una mesa. En general, el hombre competía con el otro por la comida. Éramos como los animales: comer era de vida o muerte. Hace muy poquito que comer es una situación positiva y agradable. Es el acto de evolución social más importante que ha tenido la Humanidad. Sentarse a una mesa habla de civilización. Lo que los restaurantes deben evitar es que ese cavernícola salga de adentro. Y para eso hay que alejar a esa persona del estrés y colaborar en su disfrute. Puede haber técnicas espectaculares, ambientación genial, pero quizás eso no alcanza. Hay gente que incluso se esfuerza porque queda bien decir que comió acá o allá, pero quizás la pasa mejor en el bodegón de su barrio. Es eso: hay que tratar de bajarle el tono a ‘la gran experiencia’. El que más recrea una situación agradable para vos... Ese es tu lugar. No hay vueltas.

 

 

 

 

 

Pepe Sotelo, el parrillero, te acompaña desde el primer día. ¿Qué aprendiste de él?

Pepe es el alma de la parrilla, tiene un talento único. No conozco a nadie que pueda hacerlo como él. El vínculo del parrillero con el fuego es una cosa innata. Te das cuenta al toque: llevo años viendo gente asar, llevo muchos intentos por armar equipos más grandes porque lo necesitamos y porque también generamos escuela. Y siempre nos encontramos con esta limitación. Hay algo de Pepe en el vínculo que establece con el fuego y la carne que es único. De verdad: como él, pocos.

El parrillero Pepe Sotelo y el chef Guido Tassi, los dos pilares de Pablo Rivero.

Hace algunos años se sumó el chef Guido Tassi al equipo y se convirtió en otro pilar…

Guido es las alas de Don Julio. Hace ya 4 años que trabajamos juntos: nos ha dado un vuelo increíble. Su aporte es determinante y significa la evolución. Antes que nada es un amigo de la vida, una persona hermosa: haberlo encontrado en el camino ha sido una suerte gigante. Es una persona sensible, de las que entienden todo: pensamos muchas cosas con la misma filosofía. Y me ha dado esa posibilidad de seguir creciendo. Habíamos llegamos a un punto donde sentíamos un límite y nos planteamos la necesidad de ser sustentables y desarrollar por completo el concepto de estacionalidad. Guido aportó eso. Somos intensos: las reuniones son divertidísimas, porque le ponemos mucha energía a todo. Los buenos restaurantes son una familia. 

¿Cómo definirías la filosofía de Don Julio?

Tiene que ver con la desnudez del producto, con el llevar a la mesa productos con la menor intervención posible. Aparte de la maestría del asador, la parrilla es un acto de humildad y de sometimiento absoluto al producto. Dicen que cocinar a la parrilla es simple: yo me río. No sé si es tan simple no arruinar una pieza de carne. El punto de esta cocina tiene que ver con lo que está atrás: con la carne y las verduras que servimos. Cómo fue su producción, cuál es la calidad, cuál es la magia que viene desde el campo. Todo eso es mucho más difícil de generar que una receta de cocina de alta gama. Es mucho más complejo y lleva más tiempo. Cuando creemos que en la Argentina solamente tiramos carne al fuego, nos estamos olvidando de la gran maravilla que es el producto que tenemos, que lleva tiempo y espacio. Tiempo y espacio en un planeta que no los tiene. Todo eso es el lujo de hoy. Nosotros lo que hacemos es conducir lujo: no arruinarlo y llevarlo a la mesa.

 

 

Pepe Sotelo es el maestro parrillero de Don Julio hace 20 años

 

 

¿Una nueva manera de entender el lujo gourmet?

El lujo de antes se refería a cosas que pocos podían pagar. Hoy hay mucha más gente que puede pagar un restaurante caro, pero no siempre entiende el lujo que come. Para mí el lujo tiene que ver con la sensibilidad de poder apreciar un producto que es único. Hablo de una evolución positiva del lujo. Este nuevo lujo es más democrático: no tiene que ver con el dinero, sino con el interés, con la conexión con el entorno, con la curiosidad. Es más democrático: el que se predisponga a entenderlo, podrá disfrutarlo.

Hacés especial hincapié en la trazabilidad. ¿Por qué sabemos poco de la carne que comemos?

Nos cuesta ponerle ojos a la producción de alimentos, y sobre todo a la producción animal, porque la industria del mundo, o los cráneos que diseñan cómo tenemos que vivir, han hecho esfuerzos durante décadas para alejar a las personas del concepto del animal que somos. Hacernos ver que no somos el animal que somos es una gran estrategia para hacernos creer que somos una cosa distinta al resto de la naturaleza. Por eso nos resulta natural comprar una bandeja termosellada en el supermercado sin entender qué carne hay dentro, sin siquiera preguntarnos. No queremos saber que somos un animal que se come otro animal. Por eso hoy nos da impresión, nos da hasta asco cuando vemos cómo se produce una vaca. Han trabajado un montón para que eso suceda. Pero somos eso: un animal que se come otro animal. Viajamos por el mundo, vemos mil cosas, en Internet está todo. ¡Pero nadie quiere ver un parto! Algo tan natural como la vida misma ni la queremos ver, ¡parece una locura! Entonces, cuando te olvidás de quién sos, parece tremendo comerse otro animal. Hemos llegado a desconocernos como especie. En ese intento permanente, constante y exitoso que ha tenido el no sé quién del mundo, han hecho que no podamos ni ver cómo se produce esa carne que comemos. El día que volvamos a vernos como animales vamos a empezar a ver cómo se produce el bife que comemos todos los días. Y entonces podremos hablar de otras cosas.

¿Hablás de los planteos sobre maltrato animal?

Cuando ves cómo se produce la carne, entonces sí podés hablar de si se maltrata a un animal o no, de si se respetan o no cuestiones del bienestar animal. Cuando entendamos eso vamos a poner especial cuidado y vamos a comprar solamente el de la granja o el del productor que sabemos que lo hace con respeto. Vamos a empezar a ver qué come el animal que nos comemos, cómo se cría, en qué ambiente. Eso es algo que hacían nuestros abuelos, algo que hacía el hombre ancestral. Hasta que nos hicieron creer, entre muchas otras cosas, que la ternera era mejor que el novillo o que había que faenar animales chicos porque eso era lo mejor para tener carne tierna sobre la mesa.

¿Cuál es el gran desafío pendiente de la carne argentina en pos de su posicionamiento?

Tenemos que seguir produciendo cada vez mejor, faenando animales en pie que no estén por debajo de 450/ 480 kilos porque ése es el mejor peso para que los músculos y el sabor de la carne estén desarrollados. Hablo de un novillo pesado, especial: es ahí cuando despliega todo el potencial que puede tener la carne argentina. Esa es la carne que trabajamos en Don Julio y que históricamente se trabajó en nuestro país.

¿Estamos muy lejos de ese objetivo?

La realidad no es tan mala: es una mala noticia para los que dan malas noticias. La industria cárnica pasó muchos años faenando animales más chicos (320 kilos). Se enfocó en producir más carne en menos tiempo para venderla más rápido. Y nos hicieron creer que la ternera era mejor, más tierna, pero la verdad es que era carne sin sabor, sin color, sin estructura. Eso se está recomponiendo. La gente va entendiendo que un animal más pesado es de mejor calidad, lo va pidiendo en las carnicerías, los restaurantes ya no trabajan animales pequeños y marcan la tendencia de lo que se ve reflejado después en el supermercado, por ende eso se está revirtiendo. Muchos productores nunca dejaron de producir pesos pesados y la exportación siempre se basó en animales grandes… De a poco vamos recuperando nuestra esencia.

El gran debate es si la Argentina necesita o no producir en feedlot (engorde intensivo)...

No. El mundo no lo necesita. Considero que un feedlot es malo, es dañino, es perverso. Y poco a poco todo eso se va desmantelando. Ya el feedlot violento de encierre de un animal hacinado para terminarlo en un año no existe. En la Argentina es muy poco lo que hay así, cada vez menos. Lo que sí existe es que algunos animales que no son de gran calidad pasan por un confinamiento, que puede ser de un mes o dos, para terminar el engorde. Creo que eso debe dejar de existir: ahora hay racionamiento en el mismo campo con rollo de pasto. No hay 100% de pastura: hay animales que pasan gran parte de su vida en el campo y se terminan a suplemento en el campo, eso no está mal para mí.

¿Cuál es la carne que se trabaja en Don Julio?

Sólo tenemos carnes de pastura de las razas Hereford y Aberdeen Angus, de 450/480 kilos en pie, que maduramos en nuestra cámara con una maduración especial de 10 a 28 días, según el corte. Es la carne que consideramos mejor expresa la identidad argentina. Sabemos de lo que hablamos: movemos unas 12 toneladas de carne al mes.

Hasta hace unos años nadie hablaba de madurar la carne. ¿Es una moda o una necesidad?

La maduración no es nada nuevo. Existió siempre porque hay que esperar que pase el rigor mortis, que los músculos se relajen: es una cuestión natural. Ahora se entiende el concepto porque es medianamente alcanzable para todos, y entonces hablamos de maduración. En Don Julio lo hacemos desde siempre: depende de qué corte se trate, cada uno tiene un tiempo diferente. Lo que sí veo es que se cometen errores: no todos los cortes necesitan lo mismo y se hacen maduraciones insólitas, que para mí están muy mal. Por ejemplo, el dry aged es una muy mala tendencia que pronto va a desaparecer y va a quedar una maduración lógica. Puede ser una combinación mixta: wet aged (envasado al vacío) y maduración sin vacío pueden ir juntas. Lo que no puede haber es deshidratación, porque es contrario a todo lo que pregonamos: el dry aged se hace sobre un animal que ha dado la vida para alimentarnos y no podemos, por una cuestión esnob, deshidratarlo, desperdiciando casi el 30 % por la merma. Eso no debe pasar: es realmente una burla, un sinsentido, una falta de respeto, un daño.

¿Cómo te llevás con las tendencias? ¿Qué te pasa cuando aparecen “nuevos cortes como 
el tomahawk o el flat iron?

La gastronomía es como la moda, la música, el arte: expresa un momento de la sociedad y hay cosas que son desechables y otras que generan nuevos productos, cosas lindas. Algunos están buenísimos, quedan, se incorporan; y otros no. Observo todo, pero generamos nuestro propio desarrollo.

¿Hoy se revaloriza la técnica de asar?

La historia del hombre es asar. Del Neolítico hasta acá, el hombre nunca se alejó del fuego. En todo el planeta las casas están llenas de parrillas: asar es inherente al hombre. Como dije: lo que está de moda es alejarnos del animal que somos. A mí me molesta el inocente que se pone a trabajar en una causa que lo perjudica a él mismo como especie. Si a vos te preocupa el maltrato animal, abrí los ojos y mirá lo que pasa. Ahora, desconocer que sos un animal genera un campo fértil para que vos no veas cómo se produce un pollo, cómo se produce un cerdo. Si hoy te da asco cómo se produce un pollo, es porque te cerraron los ojos. El primer problema que hay que resolver antes de no comerlo es el de entendernos como animal. Si hoy un pollo se produce de una manera que te parece asquerosa es porque te hicieron creer que sos un ser de otro planeta. No: vos sos parte de este ecosistema, de esta fauna.

¿Cómo encaran esas cuestiones éticas?

Hacemos una carneada anual -también documentamos la recolección, la vendimia y la yerra- y nos hacemos cargo de esta situación, ponemos nuestras manos y llevamos a la práctica lo que decimos. Es decir, lo nuestro no es puro discurso. Criamos y carneamos un cerdo y hacemos toda la factura: hacemos los embutidos, transformamos todo ese animal en alimento. Cuando hacés eso, empezás a ver las cosas de otra manera: ves el animal, lo respetás y también respetás al alimento que generaste con ese animal. Cualquiera debería pasar por esta experiencia. Si sos cocinero y nunca presenciaste una carneada, no entendiste nada. Cuando hacemos la carneada hay 500 personas que quieren venir. Pero son muchas más que las que me dicen que no. Hay gente que no le gusta parir. Hay gente que no le gusta el fútbol. Conozco gente que la pasa mal en Disney…

 

 

 

 

 

¿Por esa razón ética empezaron a desarrollar sus propios embutidos?

Sí, es parte de la filosofía de aprovechar todo el animal y de no perder nuestras tradiciones. En el campo se hacen embutidos desde siempre. Investigamos muchísimo este tema, especialmente Guido, quien logró elaborar unos que son riquísimos y nos identifican. Se trata de un saber, de una cultura que no debe desaparecer. Pienso que la verdadera revolución es que la gente vuelva al campo. Empezar a trabajar como lo hacíamos hace 100 años, vivir en las casas que teníamos hace 100 años. Creo que de eso se trata el nuevo lujo. No falta mucho, creo que en 20 ó 30 años, los más ricos van a querer vivir como el hombre más sencillo, muy conectados con la naturaleza.

¿Y sos un buen asador?

Sí. Tengo la cualidad más grosa que puede tener un asador: amor. Aso para mi familia, como lo hago desde los 12 años cuando mi viejo me dejó enfrente de la parrilla.

Siempre remarcás que el vino también forma parte de la identidad gastronómica argentina. Siendo sommelier, ¿cómo definiste el perfil de la cava de Don Julio?

Esta idea de llevar a su máxima expresión nuestra cultura también tenía que ver con el vino, por eso estudié sommellerie. Lo entendí como una herramienta más en pos de ese objetivo. En Don Julio tenemos una cava con 14 mil botellas: tuve la suerte de poder reconstruir la historia de los vinos más añejos de las bodegas emblemáticas. Fue un trabajo que nos llevó 4 años de recorrer todas las bodegas, probar esos vinos y evaluar cuáles estaban en condiciones para ser guardados. La carta es interesante y desde el día uno seguimos manteniendo esa costumbre de que los comensales firmen las botellas, de que quede un recuerdo de ese momento lindo que vivieron en el restaurante.

¿Cuáles son las rarezas que se destacan entre esas 14 mil botellas?

Todos son únicos. La rareza es que nosotros no hayamos guardado más vino, porque en ese recorrido encontramos maravillas. Siempre pienso que hubiera sido muy bello que la Argentina tuviera esa cultura de guardar porque, para sorpresa de muchos, el país tiene vinos que evolucionan de manera increíble, sobre todo los blancos, que son los mejores vinos con que hoy cuenta la cava de Don Julio, especialmente de la cepa semillón.

¿Siempre confiás en tu instinto?

Soy de tomar riesgos: puedo tomar decisiones rápido, pero no hago cosas sin estar convencido. Creo mucho en mi instinto y en lo que me pasa, lo siento en el cuerpo. Voy andando y encontrando cosas que me sirven, otras que no. No sé si tengo un sexto sentido: creo que todos tenemos una inteligencia básica para saber qué sirve. El amor por lo que hago me guía. Parece una frase hecha, pero es mi motor, mi energía movilizadora.

En junio reabriste El Preferido de Palermo, el bodegón del barrio. Y junto a Guido Tassi lograron recuperar no sólo su espíritu sino también los platos emblemáticos de la cocina  porteña hecha con productos de alta calidad. Ya es un éxito. ¿Qué proyectos vienen en el futuro?

El Preferido es un proyecto muy hermoso que superó mis expectativas. Quería que el lugar no se muriera: es una casa histórica, un restaurante que fue importante para muchas generaciones del barrio, y hoy está más vivo que nunca. Seguro vendrán más proyectos como éste. Estamos contentos.

¿Considerás que hoy tenés un rol líder en la gastronomía argentina? ¿Tenés la capacidad  para interpretar el momento y entender hacia dónde deberíamos ir?

No lo sé. Eso es algo que deben decir los demás. Creo que la gastronomía es una expresión constante de la sociedad: hay que entender que el comensal necesita algo y debemos estar atentos a eso. La marca de época es sentarse a comer solo y mirar el teléfono. Pasa mucho en la barra de El Preferido de Palermo. Entonces, creo que necesitamos lugares donde se nos escuche, donde se nos preste atención, donde nos sintamos a gusto, donde no se nos ponga en riesgo. Esa es la función de la gastronomía.

¿Sos un jefe muy exigente?

Sí. Esta es una profesión donde brindás un servicio. Pero no es cualquier servicio. Esto es como un hospital: atendemos gente que viene con dolencias, necesidades físicas, pero sobre todo emotivas. Imaginate un quirófano donde están operando a alguien y el asistente, en vez de traerte el bisturí, te alcanza otra cosa. No, no puede pasar. Acá es lo mismo. Acá no se muere nadie, pero queremos tratar a la gente con la misma dedicación como si estuviera en una situación así. Hay errores que no se pueden cometer. Nuestra capacitación es rigurosa. El rigor tiene mala prensa. Suele pasar que la gente que no se muere de ganas de hacer las cosas bien, pone al rigor en la misma bolsa que el maltrato, y eso me parece mal. Sí, soy exigente.

Después de la cocina de producto ¿qué viene?

En el futuro, el cocinero ya no será protagonista. Aunque vendrán otras vanidades, porque somos humanos. Ya estamos hablando de que el primer cocinero es el productor. Esto, que parece simplemente un discurso, es una realidad que antes ni pensábamos. Ya no se describe un plato: hoy se nos describe un paisaje, un territorio. Lo que comemos es un paisaje: eso nos pone a nosotros en una espacialidad, en un lugar, en un contexto. El restaurante tiene que acondicionarse para que se viva esa situación. Eso ha corrido el eje: lo veo en los cracks de la gastronomía mundial. Veo el arte de la sala, de la restauración, de la hospitalidad. Y también veo que vamos entendiendo los espacios físicos como parte de la propuesta gastronómica para que toda la experiencia esté a disposición de un instante en ese lugar.

¿Cuáles son tus sabores de la infancia?

Yo viví en el barrio de Pichincha, en Rosario; y en Funes, un pueblo cercano. Teníamos huerta en la casa. Mi vieja hacía todo: la manteca, el yogur, el helado, el pan, había guisos, se asaban pescados de río. Me crié muy en contacto con la naturaleza y con la cocina.

¿Qué pasó con tu pasión por el fútbol?

Se fue transformando. Con el tiempo dejé de verlo como una salida profesional porque era de madera (risas). Ahora juego en el medio campo. Tengo muchos recuerdos de estar en la calle jugando con mis amigos. Siempre hay una pelota en esos recuerdos. Una vez un caballo me la mordió y la rompió. Eso fue un drama: la gente del interior sabe lo que significa una pelota de cuero, costaba mucho comprar otra. Sigo disfrutando del fútbol con el mismo amor que cuando era chiquito.

¿Cómo te gustaría que te recuerden?

Me gustaría que dijeran que fui un buen colega.

¿Cuál es el mejor reconocimiento que lograste?

Una vez entré al club Eros y un nene me corrió de atrás y me gritó: ‘¡Ey, papá de Facu!’ Ese soy yo. Ese es el título que más me gusta llevar. Y de Juan Martín, por supuesto. Es el reconocimiento más feliz que puedo tener.
 

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