La historia argentina en números: cuatro décadas de vaivenes económicos
Desde la salida del primer número de la revista Apertura, la Argentina vivió períodos de cierre de importaciones y de apertura económica, tuvo cuatro monedas diferentes y osciló entre el privatismo y el estatismo.
Cuando salió el primer número de APERTURA, en diciembre de 1982, la Argentina tenía en circulación el peso Ley 18.188. Pero el régimen de alta inflación iniciado con el Rodrigazo en 1975 había deteriorado la moneda, a tal punto que el Gobierno de facto de Reynaldo Bignone había decidido cambiarla. El 1° de junio del año siguiente -el mismo mes que la revista comenzaba a salir de manera regular- hacía su irrupción el paso argentino, que eliminaba cuatro ceros de su predecesor.
Ese fue el año del retorno de la democracia. De los actos de campaña en los que Raúl Alfonsín recitaba el preámbulo de la Constitución Nacional como si fuera un credo laico, que reafirmaba el republicanismo. El país cerraría 1983 con un PBI de US$ 103.979 millones, la primera vez en la historia que superaría los US$ 100.000 millones. Ese dato suponía un crecimiento de más del 23 por ciento con respecto a 1982, de acuerdo con los datos del Banco Mundial.
Diciembre cerraría con un 343,81 por ciento de inflación. El doble que el año anterior y más de 40 veces el promedio mundial. Las altas variaciones en el índice de precios al consumidor serían una constante durante el decenio.
Los ‘80 suelen ser recordados como la Década Perdida. Alta inflación y escaso crecimiento económico marcaron el retorno de la democracia a la Argentina. Entre 1983 y 1988, el producto había pasado de casi US$ 104.000 millones a US$ 126.207 millones. Pero, un año después, volvió a caer a tan sólo US$ 76.637 millones. La hiperinflación del final del Gobierno de Alfonsín causó estragos.
En el medio el país había adoptado una nueva moneda, el austral, que le restaba tres ceros a la anterior y comenzó a circular el 15 de junio de 1985. Su predecesora había durado apenas dos años y dos semanas. El austral llegaba, además, con la promesa de combatir la inflación, de la mano de un plan de estabilización ideado por el Ministro de Economía, Juan Vital Sorrouille. Entre las medidas de shock que preveía el programa, se encontraban la eliminación de las cláusulas de indexación de los contratos en pesos. una devaluación, reducción de tasas de interés reguladas y reducción del déficit fiscal mediante aumento de las retenciones, aumento de tarifas y "ahorro forzoso" impositivo de los contribuyentes de mayores ingresos.
Rápidamente, el Plan Austral logró frenar la inflación. En los primeros meses, la redujo a cerca del 2 por ciento mensual y el déficit fiscal pasó del 15 por ciento que había dejado la dictadura al 3,6 en 1987. Sin embargo, el respiro se acabó rápidamente. A finales de 1987, el programa ya empezó a dar signos de agotamiento y, para 1988, el IPC ya había vuelto a superar el 300 por ciento anual.
Para 1989 la situación económica ya era por demás delicada. En ese contexto, Alfonsín decidió convocar a elecciones presidenciales el 14 de mayo. Casi siete meses antes del fin del mandato, ya había un presidente electo, Carlos Saúl Menem.
"Con nosotros, va a haber un dólar recontra alto", prometía en una entrevista radiofónica Guido Di Tella. Las declaraciones, hechas un sábado a la mañana, se replicaron en las tapas de los diarios del domingo. El lunes siguiente hubo corrida cambiaria en el Microcentro y los tiempos se aceleraron.
Alfonsín adelantó el traspaso de mando al 8 de julio. Ese mismo mes, el índice de precios al consumidor tocó el pico de 196,6 por ciento, con un acumulado en los primeros siete meses del año de 2014,6 por ciento. La hiperinflación llegaba a la Argentina.
"Es casi heroico que Alfonsín no haya tenido hiperinflación, sino hasta el final de su mandato, y por factores exógenos, como el discurso del candidato que ganó las elecciones de 1989 y hablaba de salariazo, revolución productiva, dólar recontra alto", decía años después Pablo Gerchunoff, economista integrante de los equipos técnicos de Alfonsín.
La primera sorpresa del nuevo gobierno fue el nombre del ministro de Economía: Miguel Ángel Roig, vicepresidente ejecutivo de Bunge & Born, una cerealera históricamente enfrentada con el peronismo, cuyo dueño, Jorge Born, había sido secuestrado por Montoneros en los años ‘70.
Cinco días después de haber asumido, Roig murió de un infarto. Lo sucedió Néstor Rapanelli, otro alto ejecutivo del grupo. Entre sus primeras medidas, hubo una fuerte devaluación del austral, el incremento de las tarifas de servicios públicos y una reducción del déficit fiscal y comercial.
En diciembre, tras una nueva aceleración de la inflación, Rapanelli fue reemplazado por Antonio Erman González. La segunda hiperinflación en menos de un año logró ser contenida en abril, tras al anuncio del plan Bonex, que canjeaba de forma compulsiva los plazos fijos títulos públicos.
Pero el fin definitivo del alza de precios se vería, recién, a partir del tercer año de mandato de Carlos Menem. El 31 de enero de 1991 asumió como ministro de Economía el hasta entonces canciller Domingo Felipe Cavallo. Apenas 27 días más tarde el Congreso sancionó la Ley de Convertibilidad, que ponía fin al austral y retomaba el peso como moneda. La norma estipulaba que, a partir de abril, 10.000 australes equivaldrían a US$ 1 y, desde el 6 de enero de 1992, $ 1 sería igual a US$ 1. Además, impedía al Banco Central emitir dinero que no contara con su respaldo en dólares.
Gracias a la Convertibilidad, en 1991, la inflación cayó de manera abrupta. Tras haber tocado un pico mensual del 27 por ciento en febrero, cayó al 11 por ciento en marzo y a un 5,5 en abril, para terminar con apenas el 0,6 por ciento en diciembre y un acumulado anual del 84 por ciento, frente al 1343,9 del año anterior. Para 1992, la inflación anual se había desplomado al 17,5 por ciento.
En los negocios, las empresas de capitales nacionales pisaban fuerte. Fortabat, Macri, Rocca, Bulgheroni, Perez Companc eran los apellidos que dominaban el empresariado local en áreas tan diversas como construcción, servicios públicos y energía. Entre ellos resaltaba, Amalia Lacroze de Fortabat, que tras la muerte de su marido, Alfredo, en 1976, se hizo cargo de Loma Negra, la mayor cementera del país.
Pero tampoco se quedaba atrás Franco Macri, inmigrante italiano que, apenas llegado a la Argentina con 19 años, había trabajado como albañil. En 1951 fundó su propia constructora, a partir de la que cimentó un imperio, que incluía a Sideco, Manliba (la empresa responsable de la limpieza de la ciudad de Buenos Aires) y Sevel, automotriz que fabricaba las marcas Fiat y Peugeot en la Argentina.
En 1978, Roberto Rocca quedó al frente de la Organización Techint tras la muerte de su padre, Agostino, el fundador. El grupo tenía la compañía constructora y dos plantas siderúrgicas: Siderca -productora de tubos de acero sin costura- y Propulsora Siderúrgica. Bajo el mando de Roberto, en los ‘80, Techint -que ya tenía cerca de 15.000 empleados- tuvo un fuerte crecimiento fuera de la Argentina. Invirtió en plantas en la región y participó en la construcción de infraestructura para la industria energética.
Otros herederos que por esos años llegaron a estar al frente de la empresa familiar fueron Carlos y Alejandro Bulgheroni. En 1985, luego del fallecimiento de su padre, Alejandro, los hermanos tomaron las riendas de Bridas y transformaron la empresa, que en 1992 obtuvo concesiones de exploración gasífera en Turkmenistán.
Tras la muerte de su hermano, Carlos, Gregorio Perez Companc fue designado presidente de las empresas familiares: Compañía Naviera Perez Companc, SADE y el Banco Río de la Plata. Con él, el grupo se consolidó y en la década siguiente llegaría a nuevos sectores de la economía. Techint, Perez Companc, Fortabat y otro apellido insignia del empresariado nacional, Soldati (Sociedad Comercial en Plata), tuvieron protagonismo como socios locales de los grupos internacionales que aterrizaron en el país, atraídos por las privatizaciones, una de las banderas del gobierno de Menem.
La era dorada de los negocios
Con la vigencia de la Convertibilidad y el 1 a 1, los años ‘90 fueron la década dorada de los negocios en la Argentina. Es que, además, de la paridad cambiaria, el plan económico de Domingo Cavallo, propiciaba la desregulación de la economía y un achicamiento del Estado, que había comenzado en 1989 con la sanción de la Ley 23.696, conocida como Ley de Reforma del Estado, que autorizaba la venta de un gran número de empresas públicas y la fusión y disolución de entes estatales.
Con las privatizaciones, comenzaron a llegar capitales extranjeros al país como hacía décadas no sucedía. Una de las primeras y, tal vez de las más emblemáticas, fue la de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel). El Presidente, Carlos Menem, había designado como interventora a María Julia Alsogaray, una de las líderes de la liberal Unión de Centro Democrático (Ucedé, que se convertiría en un aliado clave para el menemismo), que abrió un plan de retiros voluntarios y logró reducir la dotación de empleados a menos de la mitad. Luego, Entel fue dividida en dos compañías -Sociedad Licenciataria Norte y Sociedad Licenciataria Sur- y sus acciones fueron ofrecidas en una licitación internacional. El precio base fijado por el Estado Nacional fue de US$ 1003 millones (US$ 534,3 millones para la zona sur y US$ 468,6 millones para la norte). Los interesados debían pagar, al menos, US$ 214 millones en billetes, mientras que el resto se podía abonar con títulos de deuda argentinos, que se tomarían al valor nominal, pese a que la cotización era mucho menor.
Telefónica de España fue la mayor oferente para ambas zonas. Pero el proceso de licitación impedía adjudicar ambas áreas a una misma empresa. La empresa ibérica -junto con Citibank y Techint- eligió quedarse con la zona sur y pagó US$ 2720 millones en bonos, más otros US$ 114 millones en efectivo. La zona norte fue adjudicada, en un primer momento, a la estadounidense Bell Atlantic por US$ 2228 millones. Pero renunció a quedarse con la empresa. Así, finalmente, quedó en manos del tercer oferente, un consorcio integrado por la italiana Stet y France Telecom, que se alzó con la empresa por un total de US$ 2100 millones.
La privatización de la telefónica estatal fue la punta de lanza para las otras que vinieron detrás. Segba (electricidad) se dividió en dos compañías: Edenor y Edesur. Obras Sanitarias de la Nación fue adquirida por un consorcio liderado por la francesa Suez Lyonnaise Des Eaux-Dumez y pasó a llamarse Aguas Argentinas. Aerolíneas Argentinas quedó en manos de la española Iberia e YPF, de Repsol. El Estado empresario desaparecía lentamente en pos de lograr eficiencia en el gasto público, reducir el déficit y controlar la inflación.
Pero los capitales extranjeros no llegaron solo de la mano de la venta de las empresas públicas. Los años de la Convertibilidad fueron la era dorada de las fusiones y adquisiciones (M&A por su sigla inglesa). La histórica fábrica de galletitas y golosinas Bagley pasó a manos de la francesa Danone, que la adquirió en 1994 por US$ 240 millones. Su competidora histórica, Terrabusi, fue vendida el mismo año a la estadounidense Nabisco, por US$ 361 millones.
La apertura económica del menemismo y la estabilidad hacían de la Argentina un destino atractivo para las inversiones. Llegaron multinacionales como P&G en el sector del consumo. En la banca, hicieron su desembarco Scotiabank, Banque Nationale de Paris, Société Générale y Banca Nazionale del Lavoro. En retail, compañías como Walmart, Falabella, Zara; marcas deportivas como Adidas y Nike; las estadounidenses DirecTV y TCI en telecomunicaciones y, en entretenimiento, empresas como Disney, el grupo Cisneros y MTV.
El sector automotor fue uno de los más emblemáticos de la década. Fiat y General Motors, que se habían ido del país en los años ‘70, volvieron con la construcción de plantas propias, inversiones de US$ 1000 millones entre ambas. Ford y Volkswagen disolvieron Autolatina, el joint venture que habían creado para la región en los ‘80. En consecuencia, la alemana levantó su propia fábrica en General Pacheco. La japonesa Toyota se instaló en Zárate en 1997.
Peugeot y Citroën, de flamante fusión en el mundo, le compraron ya como una a Franco Macri los activos de Sevel. Renault le adquirió la mayoría de su filial a su socio local, Manuel Antelo. Otras marcas, como BMW y Honda, empezaron a operar directamente en el país sin licenciatarios. En 1994, el mercado interno logró superar, por primera vez, la marca de 500.000 unidades vendidas en un año.
Entre 1992 y 2000, la Argentina recibió inversión extranjera directa (IED) por cerca US$ 75.000 millones, de acuerdo con datos de la Comisión Económica para América latina y el Caribe (Cepal). En los primeros cuatro, el período más activo de traspaso de empresas estatales al capital privado, la IED promedió los US$ 4000 millones anuales. Pero, entre 1996 y 1998, el monto se duplicó, a US$ 8000 millones, hasta alcanzar un pico de US$ 24.000 millones en 1999, con la venta de YPF a la española Repsol.
Otras compañías que ya estaban en el país comenzaron a expandirse. Unilever inauguró fábricas, Carrefour cortó cintas en nuevas tiendas. Llegaron Burger King y Blockbuster. Pizza Hut y Dunkin' Donuts probaron suerte y fracasaron. El Hilton construyó su primer hotel en Puerto Madero, la cadena Marriott se convirtió en la gerenciadora del histórico Plaza Hotel. Se multiplicó el número de aerolíneas que volaban a Ezeiza.
Dos fondos de inversión fueron las estrellas del M&A local y estuvieron en boca de todos. El Citicorp Equity Investment (CEI) y, especialmente, el Exxel Group liderado por el uruguayo Juan Navarro, salieron a la caza de innumerables compañías locales. El último se quedó con marcas icónicas como Freddo, Havanna, Fargo, Musimundo, supermercados Norte y Casa TIA.
Los números son elocuentes: en los años ‘90 el mercado de M&A argentino movió US$ 55.475 millones. El 87,6 por ciento de ese monto correspondió a empresas de capital extranjero y más de la mitad fue para la adquisición de firmas locales.
Pero no todo fue inversión extranjera. El Grupo Perez Companc le compró Molinos Río de la Plata a Bunge & Born. IRSA, en ese entonces, liderada por Eduardo Elsztain y Marcelo Mindlin, se convirtió en sinónimo de shopping centers, con el Alto Palermo, el Patio Bullrich, las Galerías Pacífico y la inauguración del Abasto. Techint sumó Siderar (la ex Somisa) a su histórica Siderca y se convirtió en una multilatina. Lo mismo ocurrió con Arcor, que se modernizó y se expandió en el exterior. Con la reforma de la Ley Federal de Radiodifusión, Clarín incursionó en los medios audiovisuales con radio Mitre y el privatizado canal 13. Lo mismo hizo, con distinta suerte, Editorial Atlántida, que se quedó con el canal 11, rebautizado como Telefé. Y, sobre el final de esa década, en plena burbuja de las puntocom, en un garaje del barrio de Saavedra se fundaba una startup que, dos décadas después, se convertiría en la compañía más importante del país: Mercado Libre.
Convertibilidad mediante, la inflación había dejado de ser un problema para los argentinos. El PBI pasó de US$ 287.185 millones en 1993 a US$ 312.697 millones en 2001, pero llegó a tocar un pico de US$ 378.883 millones en 1998. Sin embargo, el superávit fiscal de los primeros años del período -gracias, en gran medida a la venta de activos estatales y la transferencia de gastos de educación y salud a las provincias-, rápidamente, se convirtió en déficit. En 1994, ya había un rojo del 1,25 por ciento del PBI y llegó al 5,36 por ciento en 2001.
Sin posibilidad de recurrir a la emisión monetaria -prohibida por ley-, el Estado recurrió al endeudamiento, lo que expuso más a efectos como el Tequila (1994), Vodka (1998) y Caipirinha (1999). El 1 a 1 era intocable. Tanto que, en plena campaña presidencial de 1999, el entonces candidato Fernando de la Rúa tuvo que salir a acallar rumores de una devaluación. El fantasma de la hiperinflación estaba muy cerca en la memoria y nadie quería volver a vivirlo.
Pese a los intentos del nuevo gobierno de la Alianza -una unión entre la UCR y el Frepaso-, el destino de la convertibilidad parecía sellado. La recesión se convirtió en depresión, los inversores externos empezaron a desconfiar de la Argentina y una durísima Anne Krueger, subdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, decidió negarle nuevos fondos al que había sido el alumno ejemplar.
En el frente interno, no alcanzaron los planes de reducción del gasto público del efímero Ministro de Economía Ricardo López Murphy ni la ley de déficit cero de su sucesor, Domingo Cavallo, en su regreso al Palacio de Hacienda para generar confianza. Los bancos perdían depósitos y el 3 de diciembre de 2001 se tomó una medida que fue el inicio del fin: del dinero depositado en los bancos solo podía retirarse en efectivo hasta $ 1000 por mes y no más de $ 250 por semana. El Corralito, tal como lo bautizó la calle en cuestión de horas.
Así, la crisis económica derivó en un conflicto político sin precedentes en la historia reciente. El 21 de diciembre, De la Rúa renunció. Sin vicepresidente -un año antes, "Chacho" Álvarez se había ido denunciando el pago de coimas en el Senado-, la presidencia interina quedó a cargo del peronista Ramón Puerta. La Asamblea Legislativa eligió al gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, por 90 días y con el mandato de convocar a elecciones en marzo de 2002. El puntano duró apenas una semana, tiempo suficiente para declarar el default de la deuda argentina. En soledad y desde la residencia de Chapadmalal, anunció su renuncia el 30 de diciembre.
Esta vez la presidencia interina, recayó en el peronista Eduardo Camaño, presidente de la Cámara de Diputados. La nueva Asamblea Legislativa eligió a Eduardo Duhalde, quien había sido electo senador en octubre de 2001, para completar el mandato hasta el 10 de diciembre de 2003.
El nuevo gobierno asumió el 2 de enero de 2002 y una de sus primeras medidas fue anunciar el fin de la convertibilidad. Para evitar un colapso mayor, las deudas en dólares se pesificarían 1 a 1. En cambio, los depósitos se convertirían a $ 1,40 por cada dólar. Ese año, el PBI se desplomó a US$ 97.724 millones, un tercio del del año anterior, en consonancia con el tipo de cambio que cerró el año en $ 3,56 por dólar.
A pesar del colapso, la inflación no se descontroló. Tras un máximo de 10,4 por ciento en abril, cerró diciembre con 0,2 mensual y un acumulado anual del 40,9. La pobreza llegó al 66 por ciento en octubre de 2002, según el dato recalculado por el Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) con la metodología actual.
Sin pagos de deuda -en pleno proceso de reestructuración- y con una gran capacidad instalada ociosa, la recuperación de la economía no tardó en llegar. Para las elecciones de abril de 2003 -anticipadas la muerte de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán-, el PBI ya llevaba dos trimestres consecutivos de crecimiento.
De los superávits gemelos al cepo
El 25 de mayo de 2003, asumió la presidencia de la Nación Néstor Kirchner. Con el 22,25 por ciento de los votos, había quedado en segundo lugar en la primera vuelta electoral. Pero terminó siendo elegido luego de que su contendiente en el ballottage, el expresidente Carlos Menem, que había obtenido el 24,45 por ciento, declinó participar en la segunda vuelta ante los pronósticos de inminencia de una derrota aplastante.
El escenario que encontró Kirchner en el momento de llegar a la Casa Rosada era promisorio. La economía llevaba ya dos trimestres de crecimiento y la capacidad instalada ociosa que había dejado la crisis de 2001-2002 le permitía a las empresas expandirse sin necesidad de hacer grandes desembolsos.
En materia fiscal, el Estado mostraba superávit por primera vez en 10 años. El gasto público representaba el 22,08 por ciento del PBI. La Argentina tenía la deuda en default y se encontraba en plena renegociación con los acreedores, llevada adelante por el Ministro de Economía, Roberto Lavagna, que permaneció en su cargo pese al cambio de gobierno. Además, hasta 2008, las jubilaciones -que constituían una de las principales erogaciones del Presupuesto- se incrementaban por decreto y solo se ajustaba el haber mínimo, lo que contribuyó a achatar la pirámide y sumar menos gasto público. En 2004, el superávit fiscal llegó al 3,34 por ciento del producto y la balanza comercial positiva era del 7,35 por ciento.
El canje de la deuda en default se cerró en 2005, con una quita del 66 por ciento aceptada por el 76,77 por ciento de los tenedores de bonos. El poco más de 23 por ciento restante inició acciones legales contra el país y se convirtió en un dolor de cabeza nueve años después. El 15 de diciembre de 2005, el presidente Kirchner anunciaba que pagaría la deuda con el FMI de una sola vez con las reservas que había acumulado el Banco Central. Fueron US$ 9810 millones, que el organismo había prestado a una tasa cercana al 4 por ciento anual. Inmediatamente después, el país le pidió prestado a la Venezuela de Hugo Chávez un monto similar, pero con una tasa que duplicaba la del FMI. Se cambiaba un acreedor que pedía auditar las cuentas públicas por otro más laxo y con afinidad ideológica.
Con los superávits gemelos, una economía en marcha y una inflación controlada hasta 2005, el crecimiento no tardó en hacerse notar. En 2003, el PBI tuvo un salto del 8,8 por ciento y llegó a US$ 127.587 millones. El año siguiente, se incrementó un 9 por ciento. Las famosas "tasas chinas" se mantuvieron durante todo el período presidencial y los primeros dos años del primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner y, para 2008, el producto había llegado a US$ 361.558 millones, prácticamente el triple de 2003. El boom de las commodities -que llevó el precio de la soja a un máximo histórico por sobre los US$ 650 la tonelada- hizo que toda la región viviera épocas de bonanza y la Argentina no fue la excepción.
Mientras tanto, el perfil industrialista y proteccionista del Gobierno bregaba por un dólar alto que alentara las exportaciones. Para ello, el Banco Central -bajo el comando de Martín Redrado- recurría a la compra de dólares que sumaba a las reservas, emitía pesos e impedía que la divisa cayera por debajo de los $ 3.
La inflación, que había sido del 4,4 por ciento en 2004, subió al 9,64 por ciento en 2005. En ese contexto, el ministro Lavagna, que ya había cerrado el canje de la deuda en default, presentó su renuncia con denuncias hacia el Gobierno por sobrecostos y cartelización de la obra pública.
Para 2006, el índice de precios al consumidor (IPC) llegaba al 10,9 por ciento y volvía a los dos dígitos anuales. De poco servían los acuerdos de precios propiciados por el poderoso secretario de Comercio, Guillermo Moreno, de quien se decía que negociaba con los empresarios con un revólver sobre su escritorio. La inflación volvía a instalarse como una preocupación entre los argentinos.
Pocos empresarios se enfrentaron públicamente al todopoderoso secretario de Comercio. Entre ellos, se destacó el presidente de Shell Argentina, Juan José Aranguren, que llegó a tener una reunión que casi termina a las trompadas. Al CEO de la petrolera, le iniciaron 86 causas penales por la Ley de Abastecimiento, en las que pidieron multas de hasta US$ 1 millón para la empresa y prisión de hasta seis años para Aranguren. Años después, en 2013, la revista APERTURA lo reconoció como CEO del año.
A fines de enero de 2007, los números de inflación que mostraba el Instituto Nacional de Estadística y Censo para ese mes (2,1 por ciento) no le gustaban a la ministra de Economía, Felisa Miceli, y había que hacer un cálculo que permitiera dar a conocer un número menor. Pero tanto la directora del IPC, Graciela Bevacqua, como su par de la Encuesta Permanente de Hogares, Clyde Trabuchi, se negaron a realizar la maniobra. La entonces interventora del organismo, Beatriz Paglieri -cercana a Moreno-, desplazó a ambas funcionarias. El número oficial de inflación de ese mes fue del 1,1 por ciento. Había nacido la intervención de las estadísticas oficiales, que se mantuvo hasta 2016, con la llegada de Mauricio Macri al Gobierno.
El 28 de octubre de 2007, la fórmula presidencial Cristina Fernández de Kirchner-Julio César Cobos se impuso en las elecciones. Eran años de expansión del gasto público, que, en apenas cuatro años, había subido 8 puntos porcentuales y llegado al 30,76 por ciento del PBI. A la par, el resultado fiscal se deterioraba y pasaba a 0,76 por ciento en 2007 y a 0,35 por ciento en 2008.
Con las commodities en precios históricos, el 11 de marzo de 2008 el nuevo Ministro de Economía, Martín Lousteau, firmó la resolución 125, que instalaba un esquema de retenciones móviles para las exportaciones agropecuarias. Cuando la soja llegara a US$ 600 la tonelada, el sector pagaría un 49,33 por ciento de derechos de exportación. A eso, debería sumarle ganancias, impuestos provinciales y tasas municipales.
La medida puso en pie de guerra y unió en un único frente a las cuatro asociaciones del campo: la Sociedad Rural Argentina (SRA), Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), la Federación Agraria Argentina (FAA) y la Confederación Intercooperativa Agropecuaria (Coninagro).
Los productores salieron a cortar rutas como medida de protesta mientras el Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, negociaba con las cuatro entidades. Durante meses, hubo anuncios de acuerdos que, luego, eran desautorizados por la Casa Rosada. La situación escaló hasta que la presidenta anunció que llevaría el texto de la resolución al Congreso. En el medio, el autor de la medida, Lousteau, había renunciado. Su lugar fue ocupado por Carlos Fernández.
Tras varias negociaciones y con modificaciones al texto original, el proyecto fue aprobado por Diputados y girado al Senado. En la Cámara alta, los números parecían favorables, pero no estaban asegurados. La madrugada del 17 de julio de 2008 llegó el momento de la votación, que terminó igualada en 36 votos. El vicepresidente Cobos, encargado de desempatar, emitió su voto "no positivo" y sepultó el proyecto.
Con un gasto público creciente y sin acceso a los fondos del agro, de la mano del nuevo Jefe de Gabinete, Sergio Massa, y del administrador Nacional de la Seguridad Social, Amado Boudou, llegó la idea de hacerse con el dinero del sistema jubilatorio privado, creado la década anterior.
El sistema administraba al 30 de septiembre de 2008 un total de $ 94.442 millones en cuentas individuales pertenecientes a cada uno de los trabajadores que habían optado por capitalizar sus aportes en una administradora de fondos de jubilación y pensión (AFJP). El proyecto, que eliminaba las AFJP y reinstauraba el sistema estatal de reparto, fue aprobado el 7 de noviembre de 2008. Con esta movida, el Estado logró, además, hacerse de participación en muchas de las principales empresas del país.
La ola privatista de los ‘90 había llegado definitivamente a su fin. Ya en 2006, el Gobierno había desplazado al Grupo Suez Lyonaisse des Eaux de Aguas Argentinas y creado una nueva compañía, a la que llamó Aguas y Saneamientos Argentinos (Aysa). Un año después, se rescindió la concesión de la línea Roca de ferrocarriles y en 2009 le llegó el turno a Aerolíneas Argentinas, que en manos de la española Marsans atravesaba una situación crítica. En 2004, Kirchner ya le había expropiado el Correo al grupo Macri. La vuelta del Estado empresario supuso, además de un incremento en el gasto, una avalancha de demandas a la Argentina en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi) por parte de los empresarios que se vieron damnificados.
El modelo económico había sido bautizado por la presidenta Kirchner como "matriz diversificada con inclusión social". En la práctica, supuso mantener la sustitución de importaciones con altos aranceles para los productos del exterior y un incremento del gasto por medio de subsidios directos (mediante planes sociales) e indirectos, como los que se dieron a los servicios públicos, que llegaron a cerca del 2 por ciento del PBI.
En 2009, el país volvió a tener déficit fiscal y la inflación -medida por consultoras económicas privadas- llegó al 15 por ciento. El gasto público ya había trepado al 34 por ciento del producto. La crisis financiera internacional contribuyó a que ese año el PBI cayera por primera vez desde 2002: un 5,9 por ciento.
Los años siguientes fueron de una gran recuperación con crecimiento del 10,1 por ciento en 2010 y del 6 por ciento en 2011. Con esos números y una ola de simpatía generada tras la muerte de su marido, en 2010, Cristina se presentó en 2011 como candidata. El 23 de octubre, la fórmula que compartía con su ministro de Economía, Amado Boudou, obtuvo la reelección, con un histórico 54,11 por ciento.
Pocos días habían pasado del aplastante triunfo y, con la preocupación por la falta de dólares, el 1 de noviembre de 2011, el Gobierno impuso restricciones a la compra de dólares. La divisa se cotizaba a $ 4,30 en el mercado oficial y llegaba a los $ 4,80 en el mercado paralelo, rebautizado como "dólar blue". Los controles de cambios, abandonados en los años ‘90, volvían a la Argentina. Había nacido el cepo.
En mayo de 2012, el Congreso aprobó la Ley de Soberanía Hidrocarburífera, que permitía expropiar el 51 por ciento de YPF en poder de la española Repsol. Hacía poco, se habían hallado hidrocarburos en Vaca Muerta. Apenas seis años antes, a fines de 2006, la petrolera había incorporado a Enrique Eskenazi como socio local, gracias a su conocimiento en "mercados regulados", como explicó el comunicado oficial de Repsol. Petersen, el grupo de Eskenazi, había adquirido el 25 por ciento de las acciones, que serían pagadas con las ganancias futuras de la compañía.
La nueva década perdida
A partir de 2012 se inició un ciclo en el que el PBI crecía en años impares, coincidentes con las elecciones, y retrocedía en los pares. En 2013, el déficit fiscal llegaba al 3,75 por ciento del producto y el gasto público tocaba el 37,6 por ciento y llegaría al 41,52 por ciento en 2016, prácticamente, el doble que 13 años antes.
Sin resultados económicos visibles, el Gobierno de Cristina Kirchner perdió las elecciones de medio término en 2013 y, en 2015, el candidato presidencial opositor, Mauricio Macri, ganó una ajustada segunda vuelta frente al oficialista Daniel Scioli. Su llegada a la Casa Rosada prometía bajar la inflación, atraer inversiones y ordenar la economía.
Su primera -y exitosa medida- fue remover el cepo. El 16 de diciembre de 2015, se eliminaron las restricciones a la compra de divisas y el tipo de cambio oficial pasó de $ 9,80 por dólar a $ 14, muy cerca de los $ 15 que se pagaba en el mercado paralelo.
El modelo económico elegido era el gradualismo: lograr un ordenamiento paulatino de la macroeconomía. Para tener éxito, necesitaba del financiamiento externo para cubrir el déficit y de la llegada de inversiones que impulsaran el crecimiento de la economía. La esperanza se ponía en el segundo semestre, que parecía no llegar. En 2016, según datos del Banco Central, ingresaron inversiones extranjeras por US$ 2523 millones, casi el doble que el año anterior y el primer incremento desde la imposición del cepo. Sin embargo, la cifra distaba mucho de las expectativas que había generado el Gobierno.
En paralelo, el nuevo Gobierno se propuso sanear el Indec. Para eso, nombró al economista peronista Jorge Todesca al frente del organismo, que hizo un apagón estadístico que se extendió entre enero y septiembre de 2016. El objetivo era recuperar su credibilidad. El expresidente de Shell Juan José Aranguren se unió al Gobierno como Ministro de Energía. Su objetivo, además de continuar el desarrollo de Vaca Muerta, era desmontar los subsidios a las tarifas, que llegaban a los US$ 11.000 millones anuales. Su plan de aumentos fue paralizado por la Justicia porque no se habían realizado audiencias públicas. A la par, crecía el malestar por el porcentaje de los incrementos. En el área metropolitana, los servicios públicos no habían ajustado sus tarifas desde la salida de la convertibilidad, pese a que la inflación acumulada superaba el 1300 por ciento en todo el período.
Para impulsar la economía, el Gobierno inició un plan de obras por demás ambicioso. Se reactivaron tramos de rutas que habían permanecido paralizados y se licitaron otros. Se lanzaron planes para incrementar la generación de energía renovable y se impulsó el esquema de participación público privada (PPP) para la obra pública. Para el real estate, se habían creado las unidades de valor de adquisición (UVA), una réplica de las unidades de fomento chilenas. Se abarató el préstamo hipotecario y se reactivó el mercado, que vivió una primavera parecida a la de los años ‘90.
En 2017, con una economía que crecía al 2,8 por ciento, el Gobierno obtuvo una importante victoria en las elecciones de medio término. El gradualismo se imponía -o eso creyó la coalición- y se decidió ser más graduales aún. El 28 de diciembre, el Día de los Inocentes, se anunció un relajamiento de las metas fiscales y, durante la primera mitad de 2018, todo parecía viento en popa. En los primeros seis meses del año, se patentaron 500.500 autos, un récord histórico.
Pero, en marzo de ese mismo año, la Reserva Federal de los Estados Unidos subió la tasa de interés, el mercado inició un proceso de fly to quality y la Argentina empezó a sufrir. Con dudas sobre la sostenibilidad del déficit, los bonistas dejaron de renovar los bonos que vencían. Entonces, el nuevo Ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, decidió negociar un acuerdo de stand by con el FMI por US$ 45.000 millones, el más grande en la historia del organismo. La idea era que ese dinero fuera visto como un respaldo que alentara a los bonistas a rollear. No funcionó. Los desembolsos llegaron puntualmente y se usaron para pagarles a los inversores que buscaban salir de la Argentina. El primer trimestre de 2018 la economía se expandió a un ritmo del 3,6 por ciento. Para el cierre del año, la recesión ya había vuelto a tocar las puertas del país, con una caída del 2,6 por ciento del PBI y una inflación del 47,6 por ciento.
Sin crédito, el Gobierno de Macri tuvo que recurrir a un ajuste más acelerado de las cuentas públicas. El objetivo pasó a ser lograr el equilibrio fiscal primario para fines de 2019. Con Guido Sandleris en el Banco Central, se inició una política de cero emisión para reducir la inflación, que en marzo de 2019 había tocado un pico del 4,7 por ciento mensual. En julio, la inflación mayorista había llegado a bajar al 0,1 por ciento y los primeros días de agosto la caída se empezaba a ver en los precios al consumidor. Pero, tras las primarias del 11 de agosto y la victoria de Alberto Fernández, quien había declarado que el dólar estaba atrasado, la moneda estadounidense saltó de $ 45 a $ 60 en un día y la inflación retomó su camino al alza.
Para frenar la salida de divisas, el Gobierno volvió a instalar un cepo cambiario para transacciones de más US$ 10.000 al mes. Apenas asumido el nuevo Gobierno en diciembre, se bajó el límite de adquisición a apenas US$ 200 y se aprobó un tributo del 30 por ciento a la compra de dólares llamado impuesto para una Argentina inclusiva y solidaria (PAIS).
En marzo de 2020, la llegada del Covid era inminente y, para evitar un colapso del sistema sanitario, Fernández decretó una cuarentena estricta por 15 días. El aislamiento, con diferentes aperturas de actividades, se extendió hasta el 9 de noviembre e impactó con fuerza en la economía, que ese año cayó un 9,9 por ciento.
En el medio, una gran cantidad de empresas inició un proceso de desinversión en el país. Entre ellas, la aerolínea Latam, que había desembarcado en 2007, cerró sus operaciones locales sin siquiera buscar un comprador. Lo mismo hizo la chilena Falabella, que buscaba un inversor local que no apareció, pero las dificultades para importar mercadería hacían poco viable su modelo de negocio en el país y cerró sus tiendas. La estadounidense Walmart le vendió sus activos al Grupo de Narváez, que volvía al retail dos décadas después de haber vendido Casa TIA.
En los últimos años, el mercado de M&A estuvo protagonizado mayormente por grupos nacionales que aprovechan para adquirir activos baratos de compañías que quieren bajar la exposición que tienen al riesgo argentino. Las excepciones fueron los sectores de energía, movilizado por el potencial de Vaca Muerta, y de la minería, gracias al interés internacional que despierta el litio.
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