Opinión

Jair Bolsonaro y Javier Milei: sin medias tintas

Corría el año 2018 en Brasil y las elecciones de octubre mostraban un huracán en las urnas, que ningún analista creyó realmente que fuera más que una lluvia de verano. En ese momento, el voto popular fue contundente y le dio a Jair Bolsonaro el 55% de los votos. Luego de 30 años de un Brasil bipartidista, donde el péndulo estuvo clavado por décadas en la centroizquierda del espectro ideológico, con el PSDB de Fernando Henrique y el PT de Lula da Silva disputando eternamente la segunda vuelta de cada elección presidencial, la dinámica se modificó abruptamente.

Brasil comenzaba un cambio inédito en su historia política con la llegada de un populista de derecha que permeaba de forma transversal el voto de la población ya hastiada de tres años de crisis económica, inflación de dos dígitos, un escándalo de corrupción de dimensiones bíblicas, un expresidente preso y la destitución constitucional de una presidenta. Surgía entonces el emergente de un cambio radical subterráneo que comenzaba a mostrar una nueva geografía política a nivel nacional.

Bolsonaro en esa elección simbolizó lo nuevo en la política -aunque tuviera más de 30 años de historia sobre su espalda- que refrescaba a una población acostumbrada a las mismas caras de siempre ya cumplían más de 40 años presentes en el televisor de cada brasileño. En un país que supo ver surgir una nueva clase media gracias a la estabilidad del Plan Real y una transformación de su economía hacia la exportación de materias primas industrializadas, la explosión del consumo interno y la expansión de los servicios, pero que fue perdiendo posiciones. Una población evangélica de moral conservadora que crecía rápidamente y un sentimiento de desgobierno frente a la delincuencia y la corrupción montó un escenario ideal para un cambio de paradigma que se sostiene hasta nuestros días.

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Bolsonaro fue una ola cultural construida sobre grupos de WhatsApp, que no podía ser explicada desde la racionalidad de los modelos políticos anteriores, donde el único líder de masas posible podía ser Lula -'el Hijo de Brasil'- en base a un discurso tradicional de pobreza y reivindicación de clase obrera. Ese liderazgo construido sobre las bases de un líder sindical popular antidictadura colisionaba con un Brasil que ya hacía mucho tiempo había dejado de ser industrialista de base y donde principalmente la nueva clase media baja, que supo verse incorporada al sistema gracias al viento de cola de los commodities de inicio de este siglo, veía como la inflación, el show de la corrupción y un discurso sin sustancia y sin modernidad se llevaba sus ansias de futuro.

Javier Milei hace pocos días demostró en las urnas lo que la mayoría de las encuestas y el humor social en las redes, principalmente TikTok, venía anticipando. Gracias a un proceso de deterioro económico iniciado en 2018, pero también político, con raíces en el 'que se vayan todos' del 2001, Milei se adueñó del centro de la escena política nacional. Al igual que Bolsonaro en 2018, Milei arrastra el péndulo político hacia la derecha, contradiciendo los cánones sagrados de los que está bien o mal en la política argentina, penetrando transversalmente a todas las clases sociales y todas las geografías a nivel nacional. Milei logró construir su discurso hasta ahora, a partir de un mensaje de futuro distinto a todo, anclado en los cambios económicos profundos que vivió la sociedad en los últimos 40 años, ya que logra empatizar con el cuentapropista, el monotributista, así como con el 50% de una economía en negro, pero también con aquel que recibe la asistencia del Estado, o la clase media baja cansada de la inflación y la inseguridad. Es un fenómeno cultural salido de la grave crisis económica, política y principalmente de representatividad que posee el sistema democrático argentino, que al igual que Brasil en 2018 busca una bocanada de oxígeno frente a los mismos de siempre.

Estos procesos de ruptura de régimen en lo discursivo se construyen sobre un líder populista que personifica el enojo con la realidad de forma visceral, y a través de su perfil de "persona común", construye una relación directa, empática con el votante. En ambos casos, el status quo político se ve interpelado y principalmente condicionado frente a esa relación directa de su nuevo líder en base a consignas que les propone liberarse contra un "Estado opresor". A diferencia de Menem con el "síganme, no los voy a defraudar", Milei postula que se despierten los "leones libres".

Frente a su disrupción política, el gobierno de Bolsonaro, con minorías en el Congreso, una agenda reformista y con poco equipo, supo anclar su poder en base a un discurso anti-casta, que en su caso era anti-Lula -quien simbolizaba la corrupción-, y en la construcción de coaliciones con fuerzas tradicionales de la política brasileña. Pero principalmente, nunca dejó de comunicarse directamente con su base electoral de forma espontánea. Su gestión transitó turbulencias de forma permanente, principalmente con el mal manejo en la pandemia, y pese a los logros económicos, nunca consiguió afianzar el gobierno, desembocando en una derrota muy ajustada el año pasado. Ejemplos como el de Bolsonaro pueden ser un aprendizaje para la Argentina que viene, donde no basta simbolizar lo nuevo, no basta con canalizar el enojo de la población, no basta con proponer reformas de base para Argentina donde en la gran mayoría existe consenso para salir de la crisis, sino que también, hay que lograr afianzarlas con gestión y experiencia.

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