El oficialismo está exhibiendo con orgullo algunos buenos indicadores de actividad y empleo de una economía que ya no existe. La foto corresponde al escenario previo a la corrida de junio y julio. Ahora el foco es la aceleración de la inflación potenciada por la falta de institucionalidad y por una coalición de gobierno que no va a encarar un plan de estabilización a un año de las elecciones presidenciales ¿Se puede prescindir de un ajuste vía shock? Tal vez sí.

Veamos. El indicador que mide la actividad económica (EMAE) tocó en junio un máximo desde marzo de 2018 y se mantuvo casi sin variación en julio. Esto es lo que el presidente mostró en redes sociales el viernes pasado como un mérito en sí mismo por dos motivos: i) que la corrida sobre la deuda en pesos de julio no impactó sobre la producción y el consumo y ii) que la actividad resiste la inflación galopante.

El problema no es la foto del dato puntual sino cómo sigue la película. El motor que venía empujando la producción era lo que Cristina Fernández de se esmeró en llamar "el festival de importaciones". En un contexto de elevada brecha cambiaria, dolarizarse al tipo de cambio oficial a través de importaciones es una tentación porque la inversión en stock genera un negocio en sí mismo más allá del productivo. Este driver se suma a que el salario en dólares oficiales venía creciendo hasta ese momento.

Ahora se necesita generar margen de maniobra en el mercado cambiario reduciendo la necesidad de importaciones sin recurrir a una devaluación de shock. Para frenar la inflación con el menor costo en términos de actividad posible, las expectativas, asociadas al marco institucional y a la postura de autoridades frente a la inflación, lo son todo.

Por otro lado, incluso sin tener en cuenta el acuerdo con el FMI, la acumulación de reservas es vital para el objetivo de desinflación, porque garantiza el acceso al dólar oficial y evita remarcaciones innecesarias ante la suba de la brecha. Entonces, el objetivo de actividad colisiona con el de desinflación en el corto plazo.

Ahora bien, la inflación deteriora el salario real, pero el atraso cambiario lo aumenta en dólares dando más incentivos para consumir bienes importados y servicios, como los viajes. En suma, es lo que ocurre cuando se atrasa el tipo de cambio real y se deja de crecer.

Si la Argentina no tuviera deuda con privados en dólares las reservas actuales alcanzarían, porque este año va a cerrar con un superávit de comercial de bienes cercano a u$s 12.000 millones. Pero además de los privados está el FMI, cuyo cronograma de desembolsos incluye un compromiso de acumular reservas.

Hay dos caminos de salida alternativos. El primero, el más grácil, es apelar a la calidad institucional a través una orientación de política económica racional y generar credibilidad sobre la misma. Por ejemplo, corregir el tipo de cambio, reducir el rojo fiscal y disponer de una política monetaria consistente con un programa que reduzca la inflación. El segundo, es achicar el tamaño de la economía medida en moneda extranjera, sea induciendo una recesión que frene la demanda de importaciones, sea a través de una devaluación que termine encareciendo el consumo de bienes importados o a través del control de comercio. Todos los caminos conducen a un escenario recesivo. Pero cuanto más se avance sobre la primera opción, menor será la recesión necesaria para alcanzar el objetivo de acomodar las cuentas en dólares.

Podemos clarificar la encrucijada de la siguiente forma. Las importaciones se explican principalmente por tres componentes esenciales: i) la actividad medida en dólares, ii) los precios de las importaciones y iii) el nivel de brecha cambiaria. Así pensado, si redujéramos la brecha cambiaria, podríamos bajar también el volumen de importaciones sin la necesidad de reducir el PIB en dólares y sin generar una recesión a través de un salto devaluatorio. Esto es así porque con la retracción de la brecha cae la demanda excesiva de importaciones como cobertura.

Sin ir más lejos, la inflación hoy se explica mucho más por expectativas que por costos, dado que las importaciones son récord bajo toda medida, el tipo de cambio oficial apenas acumula un aumento de 49% con una inflación que suma 83% entre enero y septiembre. Esto es, la política económica sin credibilidad, o con la perspectiva de ajustes inminentes, generó parte de los costos propios de una devaluación sin haberla tenido. Así, dado que el volumen de exportaciones no aumenta de un año a otro considerablemente, si mantenemos este nivel de precios internacionales y este nivel de credibilidad de política económica (que deriva en una brecha de 100%), necesitaríamos inducir una recesión que reduzca el PIB en dólares por lo menos 10%, con la menor devaluación posible. El objetivo es llevar al PIB a la zona de los u$s 550.000 millones, cercano al promedio de 2016/18, lejos de los u$s 600.000 en los que se ubica hoy. Esto equivale a un tercio de la corrección registrada entre 2018 y 2019, cuando el producto cayó 30% promedio medido en dólares. La contracción del nivel de actividad generaría una baja de 15% de las importaciones y, dado todo lo demás, permitiría cumplir con el objetivo de acumulación de reservas, bajando las expectativas de devaluación en el corto plazo. Si se hace ordenando las cuentas públicas, reduciendo el financiamiento monetario del Banco Central y dando previsibilidad sobre las variables monetarias, las expectativas se pueden anclar. De nuevo, cuánto mejores son las expectativas, menor el nivel de corrección de actividad necesario para volver a estabilizar la economía y menor el traslado a precios de correcciones cambiarias.

Claramente la dimensión política de esta dinámica en la previa de un año electoral no es menor y en este sentido, el timming es esencial. Una recesión "planificada" requeriría no menos de seis meses en comenzar a revertirse y volver a mostrar brotes verdes.

Si bien se entiende la necesidad del oficialismo de mostrar una foto positiva, los costos de forzar la economía más allá de sus capacidades han sido demasiado elevados. Ya sea en lo inmediato por la aceleración de la inflación, la erosión del salario real, la brecha que no cede o los indicadores adelantados de actividad en retroceso. Lamentablemente ahora todos los caminos conducen a una recesión cada vez más pronunciada. Si en lugar de ostentar datos obsoletos se evaluara cómo salir de una forma planificada, tal vez los costos inevitables del ajuste serían menores.