Opinión

El difícil conflicto por el Consejo de la Magistratura

El conflicto desatado a partir de la controvertida impugnación de la Corte a las facultades del Senado para resolver su representación en el Consejo de la Magistratura parece haber desembocado en un punto de muy difícil retorno. De no mediar un cambio en la posición de la Corte que permita a las partes ensayar un camino de cooperación institucional razonable, la crisis bien puede desembocar en un callejón sin salida, que paralice aspectos clave de la gobernanza judicial.

No es un horizonte improbable. De hecho, es lo que ocurre en varios países europeos, incluido el caso de España, modelo inspirador de la aun discutida reforma constitucional de 1994.

Las posiciones en pugna han alcanzado niveles de desmesura que sólo pueden entenderse dentro del clima de politización creciente de las cuestiones judiciales. La Corte ha comenzado a pagar los costos de su error inicial de pretender presidir el Consejo de la Magistratura y de asumir un papel activista reñido con su indispensable función de arbitraje institucional.

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Cabe que recordar que la presidencia de la Corte fue en su momento una garantía que exigió Menem, reacio a delegar en el Consejo su poder personal sobre lo que consideraba "su Corte". Acepto esa institución hibrida que le proponían los constituyentes en la medida en que le aseguraron su control, a través de la presidencia de "su Corte". La decisión de la Corte actual de resucitar aquella primera versión de la gobernanza judicial no sólo implica un anacronismo en el constitucionalismo comparado. Ignora también algunas diferencias sustanciales en el contexto social en la que jueces y legisladores sufren un desprestigio severo y creciente, frente a una sociedad cada vez más impaciente frente a los problemas de funcionamiento de las instituciones.

A partir de ese error inicial, la Corte parece decidida a redoblar su iniciativa activista, dentro de conflictos que la exceden. No sólo pierde así posibilidades de ejercer su función arbitral e institucional. También se ve irremediablemente forzada a posiciones reactivas. Un buen ejemplo fue la decisión de impugnar las facultades indudables del Senado para auto regular la organización de los bloques parlamentarios. Una decisión que sigue llamando la atención de los especialistas, tanto por su contenido como por el temor de su argumentación.

Tampoco aciertan, desde el Senado el oficialismo ni la oposición. A estas alturas de la crisis institucional resulta inaceptable que las representaciones ante el Consejo recaigan en figuras sin mayor interés en las cuestiones institucionales y movidas únicamente por el propósito de convertir el Consejo en una tribuna electoral.

Una próxima reglamentación del Consejo debería encaminarse a la sustitución de parlamentarios en ejercicio por designaciones que recaigan en figuras de reconocido prestigio y ecuanimidad, con capacidad reconocida para construir soluciones de consenso que permitan reconstruir un sistema judicial anacrónico y en estado de descomposición.

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Mas allá de las sobreactuaciones histriónicas de los protagonistas, lo cierto es que el conflicto ha desbordado sus límites iniciales. Lo que en verdad está en disputa es quien tiene la "última palabra". Los jueces alegan desde una tradición en realidad heredada de los justices norteamericanos que la última palabra la tienen ellos. No porque sean los mejores, sino porque son los últimos. Los legisladores argumentan a su vez en sentido contrario, desde su cada vez más cuestionable condición de representantes directos de la voluntad popular.

Es un debate que tiene muy poco de nuevo. Lo nuevo es acaso el contexto social. Unos y otros van a la cabeza de la desconfianza y el rechazo colectivo. Su desprestigio excede el de los dirigentes sindicales y empresarios, hasta no hace mucho chivos expiatorios del descontento colectivo.

Las dificultades que se plantean para una discusión constructiva son naturales. El poder político y las instituciones que lo organizan tienen en casi todo el mundo mala prensa y peor reputación. Ante esta situación, jueces y políticos responden un grado inexplicable de agresividad. Confrontan y enfrentan, inventan y construyen a sus adversarios, controlan la agenda pública, monopolizan la iniciativa, acorralan a sus adversarios, intentan desbordarlos y enfrentarlos. Hacen un uso abusivo de los grandes medios y de las redes sociales y alimentan, de este modo la usina de prejuicios y expectativas de una sociedad informada y, por ello, cada vez más escéptica, alerta e insatisfecha.

Por el lado de los poderes judiciales, las reacciones son tan extremas como las de la política. La expansión universal del sistema norteamericano de control judicial de la constitucionalidad de las leyes tiende a situar a las Cortes en el papel de árbitros inapelables de las nuevas formas de conflicto social. Los jueces devienen guardianes de la constitución, por encima incluso de las leyes.  Existen sin embargo ciertos límites que imponen un cauto sentido de moderación y selfrestraint. De otro modo, es difícil incursionar en el terreno hostil de la política sin afrontar los costos de la política.

El costo de este ingreso abrupto e intempestivo de la justicia al terreno de la política es muy importante y se expresa en niveles desconocidos de conflictividad entre jueces y magistrados y el resto de los poderes sociales y políticos -incluida por cierto la propia opinión pública y los medios a través de los cuales se expresa- lo cual se refleja en la declinación de todos los indicadores de confianza y apoyo social. Esta "inflación de lo judicial", desvaloriza y deprecia el papel de los jueces.

Parte de los esfuerzos que la sociedad demanda a sus representantes -sean funcionarios, jueces o legisladores- tienen que ver con una exigencia de auto limitación en sus pretensiones. En una democracia de alta densidad como la argentina, nadie puede pretender tener la última pala. Una aceptación prudente de las propias limitaciones implica renunciar a la "última palabra". La verdad es, en democracia, una construcción colectiva, fruto del equilibrio y del sentido de los límites.

Nadie puede pretender imponerla desde una supuesta autoridad moral. La verdad es más bien un cultivo arduo y difícil. Liderar implica reconocer, hacerse cargo de los límites. Las soluciones -sean judiciales o políticas- son siempre fruto de la concertación, el consenso y la capacidad de certificar y garantizar lo que se resuelve.

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