"Anticipamos las peores consecuencias económicas desde la Gran Depresión", proyectó la titular del FMI, Kristalina Georgieva, confirmando las previsiones de la mayoría de los líderes mundiales que visualizan la catástrofe económica y social derivada de la pandemiadel coronavirus como la peor en la historia del capitalismo.

A esta crisis sin precedentes que, según el FMI, hundirá en la recesión a 170 países y provocará la destrucción de 195 millones de puestos de trabajo en el mundo en sólo 3 meses, la Argentina llega con una pesada mochila sobre sus espaldas.

Cuatro años de políticas neoliberales no fueron inocuos: la pobreza trepó al 35,5% (16.100.000 personas), la indigencia, al 8% (3.628.000 personas), la tasa de desocupación sumó 3 puntos porcentuales por encima del nivel de 2015, mientras la brecha de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre escaló de 16 veces a 21 veces.

La concentración del ingreso y la riqueza que hicieron posible las políticas macristas implicó que el 10% más rico se apropiara de 6 puntos porcentuales extra del ingreso nacional, en franco contraste con el sensible deterioro de los ingresos y la calidad de vida de la gran mayoría de los argentinos.

La política tributaria del periodo fue consistente con esa concentración: los impuestos regresivos (medidos sobre la recaudación total) crecieron 5,3 puntos porcentuales, mientras los muy progresivos retrocedieron 1,4 puntos y los progresivos, cayeron 1,3 puntos.

El resurgimiento de la centralidad del Estado

No obstante, la Argentina ha respondido lúcida y tempranamente a la crisis sanitaria, colocando el cuidado de la vida y la salud como criterios rectores de las decisiones políticas, con resultados, hasta el momento, alentadores. Pero lo cierto es que sin una fortísima intervención del Estado, las consecuencias económicas y sociales de la pandemia podrían ser devastadoras para el país.

El resurgimiento, a velocidad de rayo, de la centralidad del Estado está atravesando a casi todos los países del mundo.

En ese marco, Japón aprobó un paquete de medidas equivalente al 20% de su PBI; Estados Unidos, del 10% del PBI norteamericano. Gran Bretaña ha modificado sus normas monetarias para permitir que el Banco de Inglaterra asista ilimitadamente al gobierno que, entre otras cosas, está sosteniendo el pago del salario de los trabajadores afectados por la parálisis productiva. El presidente de Portugal advirtió a los bancos que en 2020 y 2021 deben tener “beneficio cero para evitar el colapso de las empresas.

Una de las voces que viene alertando desde hace tiempo sobre los dolorosos impactos que tendría sobre el mundo el modelo económico vigente, sus patrones de producción y consumo y la degradación del planeta y de las condiciones materiales y espirituales de la vida humana, la del Papa Francisco, resonó potente, pidiendo un salario universal.

Ideas que hubieran sido combatidas con furia, con el dogma neoliberal bajo el brazo, hace pocas semanas atrás, hoy aparecen como aceptables, cuando no indispensables. Hay un consenso claro al respecto de que la excepcionalidad del momento exige respuestas excepcionales y, por supuesto, recursos extraordinarios que las financien.

Un impuesto a las grandes fortunas

En ese contexto se debate, en nuestro país, la instrumentación de un impuesto extraordinario sobre las grandes fortunas.

Esto, por supuesto, no es un invento argentino; ni siquiera es un invento reciente: la historia de los impuestos directos, que gravan la riqueza y los altos ingresos, es también la historia de las catástrofes que ha debido afrontar la humanidad en el pasado, particularmente las experiencias bélicas.

Tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, Europa y Estados Unidos han sido cuna de una política impositiva en materia de rentas y riqueza que le quitaría el aliento a más de un economista convencional, de esos que repiten como mantra los eslóganes del neoliberalismo. En Estados Unidos, por ejemplo, durante la Segunda Guerra, la tasa máxima del impuesto a la renta fue llevada al 94%.

De la observación de la historia, así como de asumir con realismo las nefastas consecuencias de las políticas aplicadas por el gobierno anterior, y a la luz de los desafíos extraordinarios del presente, debemos concluir que ni la razonabilidad ni la oportunidad de aplicar un impuesto extraordinario sobre los grandes patrimonios amerita mayores discusiones.

Un esfuerzo compartido

Es indudable que existe una pequeña minoría de argentinos que se encuentra en una posición privilegiada para hacer una contribución extraordinaria en una circunstancia que también lo es: en Argentina, apenas poco más de 1 millón de personas declaran bienes personales (AFIP, 2017), mientras que, en los 3 tramos superiores de ese impuesto, se ubican menos de 15.000 personas.

Por cierto, de esa riqueza el 40% se encuentra fuera del país, mientras que estimamos que al menos dos terceras partes de los activos exteriorizados por las élites económicas no está ni siquiera declarada.

Además, esa exteriorización, o fuga, tan estrechamente ligada a los fenomenales niveles de evasión que colocan a la Argentina tercera en el ranking mundial, también está entrelazada con la deuda insostenible que se contrajo para financiar la dolarización de esos excedentes.

Acaso la responsabilidad de haberse beneficiado de los dólares del endeudamiento, que pesa sobre el conjunto de los argentinos, suma una razón más para que los más ricos participen del esfuerzo del conjunto de la sociedad que solidariamente sostiene el necesario aislamiento social, preventivo y obligatorio, pero que –sabemos- tiene impactos inconmensurablemente más dramáticos para los sectores más vulnerables.

Por otra parte, es harto evidente que, a ellos, a los más vulnerables, a los trabajadores, a los jubilados, a las pymes, no sólo no podemos pedirles más sacrificios, sino que sería inaceptablemente injusto que paguen el costo de la crisis.

De eso se trata: de un esfuerzo compartido, donde corresponde a los que más tienen hacer un aporte. Una pizca de justicia, para sazonar un mundo que deberá renacer mejor de las secuelas del coronavirus, y de las cenizas del neoliberalismo.