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No es sólo quién gobernará sino en qué condiciones

Cada elección presidencial suele presentar interrogantes similares, la mayoría de ellos asociados a las características que finalmente tendrá la persona que termine asumiendo la responsabilidad de gobernar.

Pero el actual proceso tiene una particularidad distintiva, y es que en este 2023 además del interés en conocer el nombre de quién presidirá la Argentina a partir de diciembre, y sus propuestas, tenemos la necesidad de saber en qué condiciones lo hará. Y no estoy haciendo referencia a qué condiciones económicas y sociales heredará el futuro presidente, sino qué condiciones políticas se dispondrán para poder resolver los complejos desafíos que hay por delante.

Desde un enfoque sistémico, un sistema político es un conjunto de reglas y normas diseñado para tomar decisiones colectivas. El producto del sistema político son sus decisiones, que son tomadas por una autoridad legítimamente constituida y que buscan resolver los problemas planteados por los ciudadanos. Motivo por el cual, lo primero que debe preocuparnos de la salud de un sistema político es su capacidad para adoptar esas decisiones colectivas.

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Es natural que en un proceso electoral presidencial nos preocupe conocer qué decisiones se van a tomar. Pero en virtud de lo que nos ha venido ocurriendo en estos últimos años, quizá hoy sea más relevante preguntarnos cómo se van a tomar esas decisiones, bajó qué condiciones se deberán adoptar. Porque tenemos motivos para pensar (o para temer) que ello va a ser muy determinante para saber qué tipo de decisiones se podrán tomar finalmente.

Si uno llevara al sistema político argentino a un chequeo médico, probablemente en el diagnóstico se informaría que este sistema está padeciendo de una situación de empate y bloqueo político que neutraliza la capacidad del mismo para tomar decisiones. Solo por mencionar algunos ejemplos, el sistema no está pudiendo: 1) cubrir una vacante en la Corte Suprema de Justicia; 2) nombrar al responsable del Ministerio Público Fiscal; 3) acordar reformas en sus códigos normativos ni en su sistemas impositivo o previsional; ni 4) consensuar un conjunto de reglas básicas que conduzcan la economía, sea quien fuere quien gobierne.

Otro síntoma elocuente de la incapacidad de tomar decisiones del sistema puede verse en que hoy tenemos la producción de leyes más bajas de la última década: en los últimos cinco años se sancionaron, en promedio, la mitad de leyes que se sancionaban hace 10 años, producto de que nadie tiene los números para imponer las decisiones.

El agravante de esta situación es que hoy las dificultades para tomar decisiones están dentro del propio oficialismo. Nos gobierna una coalición que no se puede poner de acuerdo en qué decisiones tomar. A esta altura ya es posible advertir que Alberto Fernández ha fracasado en liderar la coalición política que lo llevó a ocupar el principal lugar de toma de decisión del sistema. Un fracaso que estaba preanunciado en la propia naturaleza de la coalición que lo llevó al cargo, que juntó el agua y el aceite sin acordar previamente un mecanismo de resolución de las diferencias.

Pero no todo se explica por el empate político o por el desgobierno de la coalición de gobierno. Un sistema debería poder estar en condiciones de tomar decisiones aún en condiciones de empate político, si se pudieran dar acuerdos políticos extrapartidarios. Solo se requerirían condiciones para el diálogo, la cooperación y el acuerdo entre espacios políticos en competencia.

El problema es que en Argentina, además del empate político, sufrimos otro mal que es la predisposición de los actores al bloqueo político (a obstruir la tarea del rival). Un mal que es consecuencia de tener a los dos sectores políticos mayoritarios imposibilitados de acordar políticas, por el nivel de conflicto y de polarización afectiva (rechazo emocional del otro) que hay en el debate público, y que neutraliza el diálogo político.

La polarización afectiva ha llevado a anular la posibilidad de lograr acuerdos políticos entre los principales protagonistas. La impugnación moral del rival político hace que haya desaparecido la tolerancia de la sociedad a los acuerdos políticos. La sola mención de la voluntad de diálogo con el rival hoy es condenada por los grupos más intransigentes (sean dirigentes o votantes) de cada sector político, lo que favorece la intolerancia social al acuerdo.

Esa circunstancia no es un aspecto menor del proceso político porque neutraliza la capacidad del sistema de lograr consensos, y como tales, decisiones políticas necesarias para atender los problemas por resolver. Si no se logra relajar el nivel de intolerancia social al diálogo político, el sistema estará necesitado de que exista una mayoría abrumadora (70%/80% de los apoyos) para que se generen condiciones para poder tomar decisiones, sin la necesidad de acordarlas con los rivales políticos. A menor diálogo y acuerdo, mayor necesidad mayorías más amplias para superar la vocación obstructiva de los que pierden, vocación que a veces apela al recurso de la conflictividad social (sino recordar las piedras al Congreso).

Dadas todas estas circunstancias es que sostenemos que quizá hoy es mucho más importante saber si el resultado electoral va a facilitar el proceso de toma de decisiones, o vamos a tener un resultado fragmentador del poder político (votos repartidos entre varios candidatos), que agrave el cuadro de incapacidad para tomar decisiones que afecta a nuestro sistema.

No está claro a quién vamos a terminar eligiendo los argentinos, pero parece claro que si la elección recae en alguien que no goce de las condiciones políticas para tomar decisiones, no importará lo que piense el nuevo presidente ni si lo que desea hacer es lo correcto o necesario. Si ese fuera ese el caso, el proceso electoral habrá fracasado en resolver el principal problema que hoy tiene nuestro sistema, que es su incapacidad para tomar de decisiones colectivas.

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