

Nadie lo obligó a meterse en el atolladero. Mauricio Macri solito convirtió a las elecciones primarias del domingo próximo en un examen para su liderazgo. En vez de ser el árbitro imparcial de la primera disputa interna por el poder en serio dentro del PRO, empujó a su preferido, el anticarismático Horacio Rodríguez Larreta, hasta transformarlo en el heredero macrista por excelencia. Dedicado, minucioso, preocupado hasta por el último detalle de la gestión porteña, el jefe de gabinete llega al instante crucial de su carrera política acompañado por casi todo el equipo de la Ciudad.
Por eso, para Macri no es lo mismo un triunfo de Horacio que una victoria de Gabriela Michetti. Refugiada en su perfil conservador pero popular, la senadora explotó todo lo que pudo su papel de víctima y dejó al jefe de su partido en el espacio incómodo de la crueldad política. Si gana Gabriela, inevitablemente se leerá como un premio a la rebeldía antiverticalista y una puñalada riesgosa para el saludable proyecto presidencial de Mauricio.
Eso es lo que esperan sus adversarios. Daniel Scioli y Sergio Massa aguardan por un resultado que golpee a Macri y evite otra noche de euforia amarilla como la que ya vivieron el domingo pasado en Santa Fe.













