ANÁLISIS

Ya gobierna entre nosotros el Frente sin todos

Tenemos que estar juntos, cada uno con su autonomía, cada uno tiene que aportar desde su identidad nadie está sometiendo a nadie, nadie debe someter a nadie, estamos construyendo otro tipo de fuerza en la Argentina (...) así que venite tomémonos un café". Así le reclamaba Alberto Fernández a Sergio Massa terminar de acordar el Frente de Todos, solo apenas dos meses antes de la primaria presidencial de 2019. Ese otro tipo de fuerza del que hablaba el hoy presidente era un frente electoral, que reunió a sectores que tenían miradas muy distintas de cómo resolver los problemas del país, pero que coincidían peligrosamente en una sola cosa: no querían ser más oposición.

En su origen está su naturaleza, y su naturaleza esencialmente electoral (no programática) es la que mejor explica las dificultades que ha tenido el Frente de Todos para funcionar. Al punto de que se vuelve difícil definirla como coalición política, ya que: contiene diferencias muy profundas en términos programáticos, carece de un mecanismo institucionalizado de resolución de conflictos y no posee un liderazgo nítido que pueda decidir en última instancia.

Alberto Fernández ha venido siendo el administrador de esta suerte de consorcio del peronismo que es el Frente de Todos. Y como administrador de consorcio, su aspiración es prioritariamente que el consorcio no se desintegre. Por ello la prioridad siempre ha estado en la conservación de los equilibrios internos. Para el presidente, esa prioridad responde a una razón de supervivencia, y es explicativa de la tendencia de demorar decisiones que ha tenido su gestión. Pero el presidente se enfrentó a una encrucijada: se le acabó el tiempo, tenía que cerrar un acuerdo con el FMI para evitar un default y se inclinó, por fuerza mayor, a convalidar un acuerdo que no aceptaba su socia principal.

Esta decisión marcó un antes y un después para el Frente de Todos. Desde allí, y carta de renuncia a la presidencia del bloque de Máximo Kirchner mediante, sectores del oficialismo han venido manifestando disidencias respecto de esa decisión. Al punto que 41 diputados oficialistas (el 35% de ellos) no acompañaron el proyecto de ley que habilitaba a la firma de aquel acuerdo con el FMI preanunciado a fines de enero y ratificado a principios de marzo.

El proyecto de ley en cuestión probablemente saldrá aprobado esa semana del Senado, pero a partir de este desplante de un sector del oficialismo, podemos decir que ha comenzado a gobernar el país el Frente Sin Todos, una coalición minoritaria (sin control del Congreso), conformada esencialmente por el peronismo no kirchnerista, que deberá implementar el programa con el FMI e intentar tener éxito para recomponer el clima social adverso hacia el gobierno y llegar así competitivo a 2023.

A pesar de que no haya habido manifestación pública, Cristina Kirchner comparte la posición de Máximo. Y esta manifestación en disidencia del sector político más relevante del Frente de Todos, generará consecuencias en la dinámica interna. Y a pesar de que aún no se ha producido la fractura formal del espacio, lo cierto es que sin 41 de sus 118 diputados apoyando su programa económico, el presidente ha quedado aun más debilitado de lo que ya estaba antes de comenzar a discutirse este acuerdo con el FMI por la derrota electoral de 2021 y por su baja popularidad.

Pero hay algo más preocupante que la diferencia expresada, y es que esa diferencia alterará la dinámica interna dentro de la coalición. Ello es efectivamente así porque a partir de esta fisura expuesta dentro del oficialismo, habrá dos referencias posicionales respecto de dónde pararse para todos los miembros de esta coalición. Desde el ministro más encumbrado hasta el último de los concejales del Frente de Todos saben que pueden pararse más lejos o más cerca de esas dos posiciones, y ello dificultará las posibilidades de reunir consenso pleno detrás de las decisiones que se tomen. Hoy podrá haber una mayoría que piensa que hay que apoyar el programa con el FMI porque la alternativa es el default, pero si el programa no funciona, la balanza se inclinará rápidamente en sentido contrario.

Pero lo más nocivo que incorpora en la escena la votación negativa de 41 diputados (y lo que ocurrirá con otros tantos senadores), es que dejará enfrentados los incentivos entre los dos sectores del Frente de Todos. A Cristina y a Máximo ahora les sirve paradójicamente que el programa con el FMI fracase, porque curiosamente sería una legitimación de su postura política, y habilitaría el "Cristina y Máximo tenían razón". Puede ser que hoy muchos cuestionen a Máximo por su deserción y por su falta de apoyo, pero si las cosas salen mal, muchos le reconocerán su diagnóstico acertado. Este incentivo conspira con el que tiene el resto de los miembros de la coalición para que el programa funcione, y ello puede dificultar la implementación del programa. Cada medida que haya que tomar deberá tomarse sin juntar el apoyo pleno de la toda la coalición gobernante.

El 4,7% de inflación en febrero, conocido esta semana, es un dato que contribuye a que la balanza se vaya inclinando en sentido contrario. Si noticias como esta siguen deteriorando el clima de opinión pública, no será fácil seguir ostentando un apoyo mayoritario dentro del oficialismo al programa de ajuste y de corrección de los desequilibrios acordados con el FMI y la posición kirchnerista irá ganando fuerza. Sobre todo en un contexto donde la inflación sigue siendo la principal preocupación ciudadana, y llega en marzo al nivel más alto de menciones de los últimos 6 años según nuestro último estudio nacional.

En definitiva, puede que se haya evitado el default económico con la firma de un acuerdo con el FMI, pero el costo fue que ese programa lo empezará a implementar el Frente Sin Todos, la coalición minoritaria que deberá aspirar que las cosas salgan bien para no terminar sucumbiendo en un default político, es decir, quedarse sin capacidad de seguir gobernando.

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