Entre los desafíos que tendrá que afrontar quien resulte triunfante en las elecciones de octubre, habrá al menos uno en el que podrá reclamar el apoyo de quienes fueron sus competidores. Sin excepción, todos los candidatos comprometieron promover una gran corriente de inversiones para crear cientos de miles de nuevos puestos de trabajo, un objetivo que se impone ser abordado con urgencia para abatir la pobreza y exclusión que se ha multiplicado en los últimos años.

Las coincidencias en el objetivo no tuvieron el mismo correlato sobre la forma de alcanzarlo, quizás porque el desafío conlleva la necesidad de introducir profundos cambios en la forma con la cual se gestiona nuestra economía. Alcanzar elevados niveles de empleo de calidad requiere previamente crear condiciones que incentiven la llegada de un importante flujo de inversiones orientado hacia las actividades productivas. Una de esas condiciones, es contar con una moderna y eficiente infraestructura que pueda suministrar la energía para esas actividades productivas.

Se trata de un reto singular, porque es en este campo donde se anotan las principales deficiencias y además, donde hace falta derribar ciertos mitos que se han instalado como verdades absolutas, que están lejos de serlo.

Un primer paso para alcanzar coincidencias básicas, es interpretar con realismo lo que acontece en el ámbito internacional de la energía y la actividad petrolera, debilitada por la acumulación de stocks difíciles de digerir por una demanda que no da signos de repuntar mientras sigue aumentando la producción global.

El mercado internacional permanece encajado en un rango de precios que va de los 45 a los 55 U$S/barril y en opinión de la mayoría de los expertos, podría permanecer allí por unos cuantos años. Con este escenario por delante, la industria considera demasiado riesgoso invertir en yacimientos de esquistos, arenas y aguas profundas, donde la operatoria demanda una tecnología compleja, inversiones abultadas y mayores costos operativos asociados a rendimientos difíciles de predecir. Así por ejemplo, los trabajos en Vaca Muerta sobre los que se cifraban grandes expectativas, exhiben hasta ahora una baja productividad por pozo (8 m3/d) con un costo de producción proyectado que excede con amplitud el precio del mercado internacional.

Distinto es el caso del gas natural, donde los resultados en los yacimientos de explotación no convencional prometen ser bastante más interesantes. La productividad por pozo expresada en contenido energético es hasta ahora casi 5 veces superior a la que se registra en la explotación del petróleo en Vaca Muerta. De confirmarse la tendencia, habría que reorientar las inversiones hacia la explotación del gas natural, con el objeto de cerrar la brecha abierta por la importación, que en el mejor de los casos, difícilmente se materialice en un plazo menor a los 5 años.

El aprovechamiento del gas natural para impulsar la reconversión energética presenta aristas que ameritan su elección como motor de una nueva política de estado. La magnitud de las reservas conocidas garantizan su disponibilidad por varios siglos, se cuenta con una vasta y eficiente infraestructura de transporte y distribución, una favorable relación precio/contenido energético y un menor impacto ambiental comparado con los restantes combustibles fósiles, factores todos que lo convierten en el recurso capaz de garantizar el autoabastecimiento que satisface los requerimientos de todas las actividades productivas y un mejor estándar de vida para la población.

Existe por último otra razón de peso que torna necesaria su desarrollo: la utilización para generar energía eléctrica. Entre todas las tecnologías conocidas, es la de menor inversión por unidad de potencia instalada y con la que se logra el menor costo de generación.

La decisión de priorizar el uso de gas natural para revertir la secular dependencia de los recursos importados, incorporar nuevas centrales de ciclo combinado que permitan atender cualquier pico de demanda, sustituir las centrales obsoletas y las de mayor costo de generación, no debe entenderse como una señal contraria al desarrollo de fuentes de generación limpia o renovable. Por el contrario, es la decisión que permitirá contar con la energía necesaria hasta el momento en que las tecnologías limpias y renovables tengan costos de generación que las hagan accesibles para toda la población y las actividades productivas.

La decisión crucial no obstante, es transformar los paradigmas vigentes. Se impone reconocer y hacer efectiva la premisa que toda inversión, encarada por una empresa pública o privada, requiere ser retribuida con precios que permitan el repago de su financiación. Sin esa transformación, serán escasas las inversiones en infraestructura, muy pocas las inversiones en actividades productivas e insuficiente la creación de empleo de calidad que se pretende impulsar.