Bruno Gelber: "No soy muy común como persona"

En sus más de 70 años con la música, el pianista argentino brindó unos 5.000 conciertos en el mundo. Vivió en un  castillo en las afueras de París y se radicó durante décadas en Montecarlo, pero eligió regresar a su patria e instalarse en un edificio art decó de Once. Consagrado en cuerpo y alma a su carrera, considera que brindarse al público es la clave de su éxito.

“¿Ustedes sienten y piensan lo mismo a las 2 de la tarde que a las 2 de la mañana? Yo no. Existo de noche . Después del atardecer, él se encuentra con el piano. Prepara los dedos, repasa partituras. Para no molestar a sus vecinos, toca sólo hasta las 22. “Los vecinos de abajo se quejan porque oyen poquito , desliza, pícaro. Después estudia hasta las 4. Bruno Gelber, uno de los mejores pianistas del mundo, jamás se detiene. Ensaya una y otra vez.
En su casa de infancia, la música era protagonista. Su madre, Ana Tosi, era maestra de piano. Su padre, también Bruno de primer nombre, era violinista en la orquesta del teatro más importante del país, y solía llevarlo a los conciertos, en donde el pequeño atendía a cada detalle. A los tres años y medio empezó a tocar el piano. Tenía cinco cuando dio su primer concierto. Cuando ve un niño de esa edad, se recuerda en aquel momento iniciático. “Salí al escenario henchido de orgullo y felicidad. Fue el único concierto en el que no tuve nervios , confiesa. Después volverá sobre el tema: más de 70 años de trayectoria no lo resguardan de esa inquietud. ¿Cómo, tan pequeño, logró tocar frente al público? “Copié lo que hacían los músicos del Teatro Colón , confiesa.
¿Le sorprende ser pianista desde tan chiquito?
No, no me sorprende porque los niños oyen las vibraciones. Creo que me enamoré de la música en estado fetal. Cuando nací, me uní en un casamiento igualitario con ese señor negro de cola que me sonríe todos los días.
Era un niño diferente a los demás…
No soy muy común como persona. Me gusta lo excepcional, lo estético, lo refinado. Tengo mal la pierna desde los 7 años (NdR: A esa edad sufrió poliomelitis), pero mientras la tuve sana nunca jugué a la pelota ni me peleé con los chicos del barrio. Me gustaba quedarme al lado de mi madre cuando daba clases, escuchar los temas que tocaban los alumnos. Y con un dedo, así, repetía.
¿El hogar fue la semilla de todo lo que vino después en su carrera?
Yo era la estrella de casa. Venían los alumnos de mi madre y mi padre, y las familias de los chicos. Cuando mamá empezó a ocuparse de mí como pianista –porque, al principio, no querían que lo fuera–, ella me enseñó todo sobre el instrumento. Y papá me hizo concertista: venía un cobrador, el lechero, quien fuera, y me hacía tocar. Desde ese momento me acostumbré a tocar para los demás.

Estado de gracia

“Si hubiese sabido que iba a dar la vuelta al mundo, me hubiera muerto de placer , reconoce, riéndose, sobre sus sueños de niño. Por su casa de Belgrano, sobre la avenida Cramer, Gelber veía circular un tranvía y una línea de colectivos. Esos medios de transporte lo hacían pensar que vivía en un lugar importantísimo de la ciudad. Cuando pasaba de grado –no fue a la escuela: por su enfermedad, estudiaba en su casa–, el premio de su padre era un boleto a elección para hacer el recorrido de punta a punta. “Mi gran maestra fue mi madre. Era muy estricta en lo que me tenía que decir, pero como conocía su excelente gusto y sabiduría, le llevaba el apunte , cuenta. Después comparte una anécdota, entre risas: “Tenía 14 años y estaba feliz porque era mi primer concierto con pantalones largos. Después del primer ensayo, mi madre vino corriendo –recuerdo el vestido y el sombrero que tenía–, me abrazó y me dijo: ‘Mi tesoro, divino… ¡No se te oye nada!’ .
¿Qué enseñanza de su madre lo acompaña hasta hoy?
Hay que ser consciente de cada nota, que cada una tenga su expresión, un motivo para estar ahí.

A los 8 años, Gelber tuvo su primer alumno. Con sus honorarios, se compró un pulóver color crudo en un local de la Galería Santa Fe. Luego estudió con el maestro Vicente Scaramuzza. Su debut en la sala más importante del país fue a los 14 años, con el concierto para piano de Schumann y la dirección de Lorin Maazel. A los 18 ingresó en la escena internacional en Múnich, Alemania. Al año siguiente, viajó a París: becado por el gobierno francés, se instaló en el pabellón argentino de la Ciudad Universitaria para tomar clases con la maestra Marguerite Long. El envión nunca paró. “De allí me fui a vivir al castillo de gente amiga, después a un departamento frente a Chanel, ya de regreso en París. Luego me mudé frente al Mediterráneo, en Montecarlo, en donde estuve mucho tiempo , cuenta. Fueron varias décadas en Europa, desde donde viajó por todo el mundo. Compartió escenario con los más reconocidos directores y las mejores orquestas del mundo. Giró también por su país natal. Interpretó a Brahms, Beethoven, Schumann, Respighi, Bach, Chopin, Shostakowitch. El próximo 1º de junio tocará a Wolfgang Amadeus Mozart por primera vez en Buenos Aires, en un concierto en el Teatro Colón junto a la Filarmónica de Buenos Aires, dirigido por el maestro Ezequiel Silberstein.
¿Siempre fue tenaz en el estudio?
Siempre. De chiquito, de grande y de muy grande.
¿Ser extremadamente exigente es el 50 por ciento del éxito en su metier?
Estudiar el piano, la parte técnica, es un embole. Pero todo tiene su precio en la vida. La parte emocional es maravillosa. Y la parte intelectual –saber cómo el compositor hizo la obra– también es fantástica. Lo único que es un embole es tener que hacer las terceras, las octavas…
Pero esa previa aburrida se compensa, al menos, con el disfrute del concierto, ¿verdad?
¿Sabés qué es horrible? Hoy toco la Sinfonía Nº5 de Beethoven como un rey. Como un emperador, imaginemos. Después no lo estudio por 20 días y no lo sé más. Bueno, lo sé, pero a un nivel en el que no puedo tocarlo. Las manos no conservan la memoria…
Entonces, más allá de su trayectoria, ¿todo el tiempo debe empezar de nuevo?
Para tocar, sí. La obra te queda a un 50 %, pero hay que volver a poner las manos. Te voy a contar una historia… Yo estaba en Palermo, Sicilia: había tocado muchas veces con la orquesta de allá. Iba a interpretar el Opus 54º de Schumann. Cuando empieza el ensayo, la orquesta toca Rajmáninov. Había habido un malentendido. Pedí que me trajeran la partitura: “Déjenme ver qué puedo hacer para esta noche , les dije. Pero en Sicilia no existía ni la partitura ni el material de orquesta del concierto. Como siempre, cuando a uno le pasan esas cosas, termina solo delante del problema. Me senté frente al piano y empecé a tocar: me acordaba dos páginas, después tres. A la noche lo ensayé entero, de memoria. No lo cuento para que piensen que soy un genio. La genialidad fue de la memoria. Se ve que lo había estudiado, en su momento, como era debido.
¿Qué debe tener una obra o un compositor para que le resulte interesante?
Que exprese. Es decir, los sonidos de los compositores para nosotros son como las frases de un autor para el teatro. Lo vas entendiendo, es como si el compositor te hablara. Es fácil: es un idioma para nosotros. Ahora, hay gente a la que le gusta más la música percutida, ruidosa, moderna; otros a quienes les gusta más la música barroca, muy intelectual, bien preparada y decididamente estudiada. A mí me gusta la música de los sentimientos: la que expresa amores, pasiones, locuras.
¿Cómo se transmite eso a quien escucha?
El ideal es saber sentir lo que le pasa al genial compositor. Bueno, saber no: sentís o no sentís. Como decía Leonardo, tenés el espejo justo que refleja. Hay que limpiarlo bien para poder pasárselo al público. Ese es el lema de mi vida. Todos vinimos al mundo con una misión: yo creo que vine a este mundo para brindarme al público.
Más allá del estudio, ¿cuál es su vínculo con la música?
Me encanta. Mientras me preparaba para recibir a Clase Ejecutiva, oía que acá habían puesto La traviata. Me encanta la ópera, la música en general, el jazz, el folclore. Lo que no soporto es la música que repite frases una y otra vez. En general, no aguanto los ruidos.

El milagro de la música

Gelber vive en el corazón del barrio de Once, a dos cuadras de Plaza Miserere. En la calle, el alboroto abunda. Pero en uno de los pisos altos de la Torre Saint no se escucha nada. Llegó a este edificio art déco, rareza de la zona, gracias a un amigo que lo encontró. “No está bien visto desde el punto de vista social, pero eso no me importa. Necesitaba un lugar apacible. Y además es muy práctico , revela. Esta tarde de verano, la mesa de té está lista. Hay torta de frutillas, budín de limón, sándwiches y hebras de té para elegir. La vajilla de Oriente fue regalo de una amiga, las copas esperan el espumante que ofrecerá al final de la charla. La sala –pintada de rojo furioso– y el living están repletos de cuadros. Hay obras de Antonio Berni, Guillermo Roux, Carlos Alonso, Leopoldo Presas, Divito, María Luisa Pereyra Iraola, López Herrero, Ary Brizzi, Héctor Borla, Luis Barragán... Los repasa de memoria, siempre sugiriendo que cada espectador puede encontrar su interpretación en cada pintura. En varios está retratado él. La sala del piano tiene una pared espejada, la otra lila –“color Sophia Loren –, y las fotos están por todos lados. 
En el pasillo hay una imagen de una mujer con su gato: cuando tenía 20 años, Gelber acompañaba a su madre, internada en el hospital. Se le acercó un chico y le pidió una foto de ella. “No se asuste, Don, soy pintor. Me gustaría retratarla , recuerda que le explicó. “Hizo un trabajo maravilloso: el gato está por saltar hacia uno. En la Argentina hay mucha gente con talento , reflexiona.
¿Es posible atraer a las generaciones más jóvenes a la música clásica?
Es muy difícil. Los jóvenes se fascinan con lo nuevo. Pero una cosa es estar fascinado y otra dominado. Aunque a veces va todo junto... Hay que saber cuánto tiempo le dedicás al celular. Creo en la comunicación, pero me gusta más hablar por teléfono que por WhatsApp: podés sentir a quien está del otro lado, su voz, su tos, su respiración. Admiro mucho a los jóvenes que logran hacer cosas pese a la tentación muy grande de la distracción: son héroes. Si yo hubiera nacido con 200 canales a color, tablet y todo lo que hay ahora, no sé si hubiera estudiado tanto... Imagino que sí, pero no estoy seguro, debo ser honesto. La tecnología es maravillosa, pero también puede ser una pérdida de tiempo. Para que la música clásica les llegue a los más jóvenes tiene que haber un llamado.
Hay conciertos abiertos, actividades populares, pero suele verse a la música clásica como un arte para las clases sociales altas. ¿Cómo se puede tener más llegada a todo el público?
Eso es un error de quienes comunican. No es cierto que sea elitista. Te voy a contar una anécdota, y no por mí. Un día salí para tomar un auto acá en la puerta, frenó un colectivo y el chofer me dijo: “Adelante, maestro . Por algún lado a ese señor le llegó mi persona.
Dijo que aquel concierto que dio a los 5 años fue el único en el que no tuvo nervios. ¿Esa sensación lo acompaña aún hoy?
Hay un señor que viene vestido de etiqueta a todos mis conciertos: ‘el señor del susto’. Se sienta cerca, pero no dejo que me abrace. No es un amigo. He aprendido a relajarme, a ver qué va a salir de todo eso. Por empezar, hay que aceptar el temor porque es algo que existe. La mochila de la fama es muy cautivadora, pero pesa.
¿Y cómo se compensa el lado menos luminoso de la fama?
Hay momentos en que la adrenalina de tocar te pone en tal estado de amor y ebriedad musical que pasás tu esencia a los demás de manera fantástica.
¿En qué momento sintió que había alcanzado el reconocimiento?
Cada uno tiene una medida. Siempre tuve la sensación de estar en un trineo que avanza por la selva helada. No sé por qué, pero se avanza por la vida y las cosas van sucediendo. No soy artífice de nada de lo que logré, sólo de estudiar. Cambio todos los días de gente, clima, piano y acústicas. ¡No hay nada más triste que una mala acústica, es espantoso! Desde los 20 años vivo en lo excepcional: viajar, conocer los lugares más lindos, la gente más conspicua, vivir en castillos. Todo lo que te puedas imaginar, me pasó. Siento que ya di la vuelta. Hoy disfruto de una reunión en la que puedo hablar con la gente. He tenido comidas de mil personas, con gente con corona...
¿Le resultaba raro vivir en un castillo?
No, nunca. No te voy a decir que era natural el primer día. Pero la gente es la misma: con más o menos educación, dinero, lo que sea, los seres humanos somos los mismos. Aprendí a copiar lo que tenía que hacer. En Francia, el primer día que me sirvieron queso maloliente antes del postre, me pareció un espanto. Pensé: “¡Qué decadencia, Francia, nos sirven queso podrido! (risas). Al segundo día lo volví a comer y al tercero salté encima de la bandeja de lo rico que era.
¿Cómo puede explicar la conexión que sucede en un concierto entre el músico y la audiencia?
Es la empatía. Pasa cuando conocés a una persona y establecés una conexión. Lo interesante es cuando tenés al público ganado casi antes de tocar.
¿Cómo es eso: el talento sin carisma no sirve?
Algo sucede por lo que irradiás, por lo que reflejás... Es muy interesante: doy dos conciertos dos días en la misma sala y no es lo mismo. Cambian el público, la energía, si dormiste bien o mal, la ropa que llevás…
¿Cómo encontró el equilibrio en ese estilo de vida marcado por el estudio y la exposición?
No se puede llevar esta vida de loco sin tener una estructura trabajada. Aprendí a relajarme, a respirar, a hacerme frente a mí mismo y a lo que me producen las cosas. Sobre todo, aprendí a pasar la barrera de los nervios para poder brindarme.
¿Fue difícil ese proceso en pos de hallar normalidad en una vida tan excepcional?
No lo terminás nunca, porque es un trabajo de todos los días. No se puede enfrentar este mundo sin tener un sistema de autoprotección, de autodominio. Podés encontrarlo en la meditación, en el yoga, en cualquier práctica que te ayude a volver a tu centro, a trabajar en lo negativo. Te cuento otra anécdota: tenía un concierto en un pueblito de Alemania con la orquesta de Stuttgart. Íbamos a hacer la Sinfonía Nº2 de Brahms, que toqué 300 veces en mi vida. Pero sufrí mucho: tenía unos nervios como si hubiera sido la presentación más relevante de mi vida, no veía la hora de que terminara. ¿Por qué? Nunca lo supe. Toqué muchas veces en conciertos súper importantes terminando suelto, feliz, dando todo lo que podía. Una de las cosas más difíciles es que, hasta que no llega el momento, no sabés nunca cómo vas a estar. Por eso necesitás tener un resguardo.
¿Sacrificó cuerpo y alma por la música?
Me sirvo de mi cuerpo para llegar al piano. No me drogo, no fumo, no tomo… Bueno, sólo un poco de vino en una comida. Tengo esas cosas como autoprotección. Pero no se trata de santidad: es porque no hay nada que me brinde más placer que tocar el piano. Como es un intrumento muy exigente, lo respeto. Y estoy a su servicio.
 

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