Brasil: el intento de golpe de Estado aumenta las dudas sobre la fuerzas de seguridad

El asalto del domingo a los edificios gubernamentales de Brasilia fue la primera gran prueba del tercer gobierno de Lula. Pero habrá más...

La invasión del palacio presidencial, el Congreso y el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil por una horda de varios miles de militantes del expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro el domingo por la tarde fue dramática e impactante. Pero como intento de golpe de Estado, se esfumó muy rápido.

Los extremistas tomaron los principales edificios gubernamentales del país con sorprendente facilidad, lo que sugiere la posible connivencia de algunas de las fuerzas de seguridad encargadas de custodiar el complejo modernista en el corazón de la capital, Brasilia. Pero una vez ocupadas las sedes de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, los manifestantes no articularon ningún plan más allá de romper ventanas y muebles, dañar obras de arte y grabarse unos a otros.

En pocas horas, las fuerzas de seguridad desalojaron los edificios, que en ese momento estaban vacíos, restablecieron el orden y efectuaron varios centenares de detenciones. El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que se encontraba de visita en el estado de San Pablo, condenó rápidamente a los agitadores y ordenó a las autoridades federales que se hicieran cargo de la seguridad en la capital. La corte suprema suspendió al gobernador de Brasilia por no haber impedido la invasión.

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Los principales medios de comunicación de Brasil se unieron para condenar lo que calificaron de "actos terroristas" de la extrema derecha y exigir castigo para los implicados. Ningún líder político de importancia ha respaldado las acciones o demandas de los manifestantes. Incluso Bolsonaro, que anteriormente ha alimentado los delirios de sus militantes de extrema derecha con ataques a la integridad del sistema electoral de Brasil, dijo en Twitter que las "depredaciones e invasiones de edificios públicos... habían cruzado la línea".

Se trataba de un gran drama con ribetes de farsa: el ataque más grave a la democracia brasileña desde el final del régimen militar en 1985 por parte de manifestantes que no tenían un líder visible sobre el terreno y que no pusieron en práctica un plan claro. Parecían esperar que el ejército respondiera a su insurrección derrocando al gobierno electo y trayendo de vuelta a Bolsonaro.

Sin embargo, cuando las fuerzas de seguridad entraron a predio gubernamental de Brasilia, no lo hicieron para unirse a los manifestantes, sino para desalojarlos. Independientemente de las simpatías que algunos soldados o policías puedan tener por la agenda de los manifestantes de extrema derecha -y algunos claramente las tienen-, el liderazgo de las fuerzas de seguridad de Brasil se ha mantenido hasta ahora sólidamente detrás de la democracia.

"Mi mayor preocupación para los próximos días es qué ocurrirá con las fuerzas de seguridad y su capacidad para garantizar la seguridad en todo el país", afirmó Monica de Bolle, experta en Brasil del Peterson Institute for International Economics de Washington. "¿Hasta qué punto serán capaces las autoridades de todo el país de contener actos como éste y este tipo de terrorismo interno?".

La invasión no surgió de la nada. Desde que Lula logró una ajustada victoria en segunda vuelta sobre Bolsonaro a finales de octubre del año pasado, grupos de manifestantes de extrema derecha han acampado frente a cuarteles del ejército en diferentes partes del país exigiendo que los militares depongan a Lula. Las tropas no se han unido a estas protestas, pero tampoco las han desalojado.

Antes del domingo, pocos se tomaban en serio estas protestas. No consiguieron impedir la toma de posesión de Lula el 1 de enero, que transcurrió pacíficamente en un ambiente de carnaval. Ahora, el STF ha ordenado la retirada de los campamentos en un plazo de 24 horas.

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Bolsonaro debe asumir una gran responsabilidad por las repugnantes escenas de Brasilia. Su incapacidad para aceptar claramente su derrota electoral, su negativa obstinada a aparecer en la toma de posesión para entregar el poder y su reticencia a ordenar el fin de las continuas protestas han contribuido a esta escuálida debacle. La última vez que se lo vio en público fue en Florida, una distancia conveniente desde la que observar el desarrollo del drama.

La insurrección fallida pone de manifiesto las dificultades a las que se enfrenta Lula al iniciar un tercer mandato presidencial en circunstancias económicas y políticas mucho menos favorables que las de sus anteriores gobiernos de 2003 a 2010. Aunque la mayoría de los brasileños apoyan firmemente al gobierno elegido democráticamente, una minoría considerable nunca ha perdonado al líder izquierdista por la corrupción que floreció durante el gobierno de su Partido de los Trabajadores (PT) ni por la profunda recesión desencadenada por la mala gestión de su sucesora Dilma Rousseff.

Además de una economía en desaceleración, niveles crecientes de pobreza y una sociedad muy polarizada, el presidente de 77 años tiene que preocuparse ahora por las insurrecciones de la extrema derecha.

"Esta será una gran distracción para el gobierno de Lula en las próximas semanas y meses", dijo Oliver Stuenkel, profesor de la Fundación Getulio Vargas en San Pablo. "Los retos a los que se enfrenta Lula son enormemente complejos, y no sólo afectan a la economía, sino también a una sociedad profundamente dividida con elementos radicales, que posiblemente impliquen a partes del estamento de seguridad".

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