

No hay más tiempo. Ya hace varias décadas que no lo hay. Las turbulencias financieras que se han vivido las últimas semanas no son más que el resultado de haber abusado de las generosidades del tiempo, en virtud de la lentitud e impericia que hay en la realización de los profundos cambios económicos que necesita la Argentina. Sin más, el gradualismo nuevamente ha dado muestras de fracaso.
Ya no hacen falta análisis para entender nuestros propios males. 25% de pobreza, 9% de desocupación, un nivel de inflación que es difícil recalcular por los últimos acontecimientos pero que rondará el 25%, deuda pública creciente, $ 600.000 millones de déficit fiscal y siete millones de personas sosteniendo un Estado del cual otros 20 millones cobran algún tipo de contraprestación. La inviabilidad argentina escapa a cualquier favoritismo o ideología.
Y este camino que hemos recorrido en defensa del gradualismo en pos de evitar costos sociales cuantiosos no ha derivado en otra cosa que no sea acercarnos cada vez mas a episodios del pasado donde el costo de no cambiar estructuralmente a la Argentina han llevado a consecuencias mucho peores que las que hubiesen ocasionado aplicar cambios profundos.
Ya no importa quién sea el osado que financie el gasto excesivo de los Argentinos. A esta altura poco importa si es el FMI, los grandes fondos de inversión extranjera o ahorristas locales. Lo que verdaderamente tiene importancia es que nadie puede seguir viviendo por encima de sus posibilidades. Como no lo podría hacer un particular, tampoco lo puede hacer el Estado, porque la consecuencia es la misma para todos: cese de pagos, más pobreza y más destrucción de riqueza.
Y en virtud de ello, el mercado nos ha dicho basta. No hay razón para que nos sigan financiando este delirio público. Delirio que en décadas no hemos logrado corregir. Delirio que hizo que las últimas seis décadas hayamos vivido con déficit fiscal. Delirio que nos llevó a grandes crisis estructurales. Delirio que nos llevó de estar entre los cinco países más ricos del mundo en términos de PBI per cápita allá por mediados de los 40, a ser el que se posiciona 60º.
Ostentamos 96 impuestos con más de 60.000 regulaciones. Una presión fiscal de las más altas del planeta, con la contraprestación en servicios del Estado más ineficiente que uno pueda hallar cuando observa el resto del mundo. Un sector privado agobiado impositivamente, con escasas probabilidades de subsistir en un país que su Estado se apropia de buena parte de lo producido y que no brinda ningún tipo de seguridad jurídica, política o económica, en una Argentina acechada por las crisis económicas recurrentes, el populismo devastador y una sociedad que muestra grandes síntomas de incoherencia permanente: ni están de acuerdo con el ajuste ni con el endeudamiento.
Siempre hay tiempo para cambiar, pero por cada minuto que sigamos perdiendo, serán los índices de pobreza los que se lleven la peor tajada. Índice que depende de la riqueza que generemos en virtud de nuestras inversiones y de nuestra educación. El problema no radica en el 25% de pobreza, sino en que el 50% de los chicos son pobres. Esos chicos que deberán ser los productores del futuro. Que implican que nuestro futuro está condenado al éxito de la pobreza.














