Sabía que si no sacábamos el 40%, iba a ser muy difícil que ganáramos el ballottage". El pronóstico, que el tiempo demostró acertado, llegó de la boca de la propia Cristina Fernández de Kirchner poco después de consumarse la derrota de su elegido Daniel Scioli. Según cuentan quienes escucharon ese análisis, la entonces Presidenta descontaba una derrota en las presidenciales, con una sociedad polarizada, como epílogo de 12 años de modelo K.


La pírrica diferencia del 0,21% de las PASO 2017 frente a un cuasi desconocido Esteban Bullrich, que en la previa en el Instituto Patria auguraban más amplia desestimando, por propia experiencia, una transferencia de imagen de María Eugenia Vidal a su delfín, para luego contentarse con esa cifra por el susto generado por el escrutinio provisorio, obliga a actualizar la sentencia que ya cumple dos años la ex mandataria. Esta vez sobre su propia figura.

No sólo el margen fue escaso: también los sorprendió, admitido en público hasta por los candidatos de Unidad Ciudadana, la perfomance de Cambiemos (los 33,74% y hasta la victoria de la lista a diputados con Graciela Ocaña). Superó sus peores temores. En este escenario, coinciden tanto en la Casa Rosada como en el cristinismo, el factor clave vuelve a ser Sergio Massa.

Hermanados en la estrategia del "voto útil", ya sea para encolumnar a los que pregonan que "No vuelven más" o a los que rechazan las políticas (sobre todo, económicas) del Gobierno, desde ambos lados de la llamada Grieta dependen del líder renovador.

Por un lado, en el oficialismo donde pasaron de invitarlo a Davos a llamarlo "ventajita", sueñan con cumplir el deseo de un Mauricio Macri muy molesto con el tigrense: sin chances para ir al Senado, diluirlo para captar la mayor parte de sus votantes de las primarias, como anticipan las encuestas que se podría distribuir su electorado en un comicio tan polarizado como si de un ballottage se tratara y no de unas legislativas. La victoria (aún mínima) de Cristina Kirchner alisa el camino a la instalación de esa idea.

En el cristinismo, por el contrario, desestimando que puedan captar al votante 100% massista, precisan lo opuesto: que el tigrense no se caiga. Por eso, apuestan más a un elector que sí puedan seducir, como el randazzista, el de izquierda y, en especial, aquellos que no fueron a votar.

Hace dos años, los sorprendió los resultados de la "campaña del miedo", impulsada por la militancia, que los acercó al 50% menos uno. A Cristina Kirchner también, por eso se entendería su radicalización, al abandonar el estilo zen de sus recorridas, en su reaparición post-PASO.

Un antecedente los motiva: en 2015, entre la interna y las generales, Massa no sólo no cayó sino que superó su marca. La "ancha avenida del medio", si bien es más angosta de lo que le gustaría al tigrense, continuó con algo de tráfico. En la provincia de Buenos Aires, para repetir el laboratorio electoral, como postulante presidencial el renovador obtuvo en las PASO unos 20,6 puntos que en octubre se convirtieron en 22,4.

Una verdadera ironía de las que nos tiene acostumbrada la política argentina: Massa, el verdugo K del 2013, aquel que en teoría frustró el plan re-reeleccionista, es ahora la última esperanza de Cristina.