El viento es constante en el límite entre Argentina y Chile. Las banderas flamean agitadas y producen el sonido de una llama. En el medio de una ronda, una pareja vestida de paisanos baila una cueca chilena, acompañados por una banda improvisada de dos guitarras y un acordeón. Hay abrazos con los compañeros por haber llegado hasta allí y también hay abrazos con los chilenos por el encuentro. Hay lágrimas, emoción, palabras cortadas, porque a pesar del esfuerzo, el cansancio, el miedo o la intensidad, finalmente todos llegan. Hemos cumplido el objetivo.

Ninguna persona, ni siquiera el más cínico e ideológicamente adverso a las ideas que trae consigo el concepto de Nación o de Patria, saldría indemne de ese encuentro. Nadie.

Muchas veces, a largo del viaje, hay alguien que en momentos de dificultad recuerda unas palabras justas de San Martín: “Seamos libres, que lo demás no importa nada”. Al llegar al límite, ese territorio yermo en donde no crece ni una sola planta, esas palabras se graban a fuego, como una promesa.

Si durante el primer tramo del viaje la emoción más fuerte era la ansiedad, a la vuelta la sensación de satisfacción plena es una recompensa. Las cosas que eran muy duras o difíciles el primer día, con el paso de las horas se van suavizando. Un poco porque las voluntades se van curtiendo, pero también por la cercanía que se va creando entre los compañeros.

“Estas cosas se pueden hacer, tanto el cruce que hizo San Martín como el que van a hacer ustedes, cuando se saca lo mejor de uno. Yo creo que frente a los diferentes cruces que presenta la vida, el verdadero cruce es cuando uno saca lo mejor de sí mismo. Las cosas se pelean y se sacan adelante. Entonces cuando estén ahí en la mula y esté el precipicio, piensen que se sale adelante sacando lo mejor de uno mismo”, nos dijo antes de empezar el cruce el historiador Edgardo Mendoza.

Esas palabras, junto a una respuesta de Herzog sobre el cine -al que el director alemán consideraba una actividad atlética y no una creación estética como suponen las buenas costumbres artísticas- fueron las ideas recurrentes que volvían una y otra vez en las horas de cabalgata. Solo pensaba en eso porque, como decía Lucía -otra de de las periodistas que fue parte del cruce de este año- , el andar del animal tenía un efecto parecido a una purga mental. La inmediatez de la montaña, la necesidad de estar atenta todo el tiempo a lo que va demandando el camino, el frío, el miedo, el precipicio, todo eso ocupa tanta atención que lo habitual y conocido se olvida, se pierde, se detiene. Por eso es tan fuerte lo que se vive en el cruce: pasan infinidad de cosas al mismo tiempo en el medio de una cordillera exigente que demanda mucha entereza y confianza -en uno y también en el resto-.

Pasan muchas cosas en el cruce. Les pasan a todos, y principalmente le pasan a uno. A cada uno. Es difícil no ser pretencioso, pero de regreso en Buenos Aires hay una certeza absoluta: la inmensidad y el paisaje se han quedado adentro. Y otra más (y más polémica para las buenas costumbres): definitivamente San Martín estaba loco.

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