

Hace frío. En la cordillera hace mucho frío. La primera noche, en “Las trincheras de Soler” -el refugio más inhóspito y hostil del viaje-, la temperatura baja hasta los -4°C. El campamento, compuesto por tres carpas colectivas -dos para varones, una para mujeres- y tiendas más pequeñas -con capacidad para 2 o 3 personas en las que se reparten los gendarmes, soldados y oficiales del Ejército-, está en una superficie plana entre montañas y en donde corre un pequeño río del que se saca el agua para el consumo. A veces está transparente, pero muchas veces el agua corre chocolatada.
Los cuerpos cansados por la primera cabalgata de cuatro horas no se acostumbran al frío y la altura: duelen la cabeza, las rodillas, las piernas, y las manos no aguantan sanas a la intemperie, así que hay que tener puestos los guantes todo el tiempo. El primero es el día más duro del viaje, porque todavía se está muy cerca de la sensación de una ducha caliente y un colchón mullido, y demasiado lejos de la vuelta, cuando ya no importa la incomodidad porque el cuero está más duro para resistir las inclemencias.
Un grupo de personas emula cada febrero una parte del histórico cruce de los Andes, pero hay una diferencia sustancial: llevan tecnología aplicada hasta en las telas, botas térmicas a prueba de agua, capas para la lluvia, anteojos y protector solar 65. Además, la única carga que transportan -que acarrean las mulas en realidad- es más ropa de la que ya tienen puesta, calzas térmicas extra, bolsa de dormir, aislante -fundamental- y mantas.
El Espinacito, ese gigante escarpado
Hace dos pasos y frena. Gira la cabeza a la derecha y mira de reojo, como pidiendo una tregua. El corazón se le sale del cuerpo. Busca oxígeno, pero la puna aprieta y el aire ahoga, apaga la llama. El aire no alcanza. Adelante hay una hilera de caballos y hacia atrás lo mismo. La mula está cansada.
Para subir el Espinacito, hay que hacerlo por un sendero de 60 centímetros de ancho que dibuja un signo mayor en la ladera de la montaña, desde la base hasta la cima. Es el pico más alto de la travesía y suma 4.300 metros sobre el nivel del mar. Mete miedo. El viento está helado y todos se cubren casi completa la cara. Tienen puestos gorros, capuchas, guantes, polainas.
Arriba, la vista es la inmensidad. Hacia adelante se ven cadenas de montañas que no terminan nunca y al fondo, a la izquierda, el Aconcagua. Es una emoción ver el Aconcagua cada vez que aparece. Es como el padre de la cordillera.
En esa cima solitaria, en un hueco del único peñón de roca, hay una garita con la imagen de una virgen. Los que creen la saludan, y algunos de los que no creen también. Hay que bajar ese monstruo y un poco de consuelo es bienvenido.
–No tenés por qué tener miedo. Confiá en el animal. Vos estirá las piernas, estribá bien adelante y tirá el cuerpo para atrás, así la ayudás a la mula con el peso. Ella baja sola–, repite Isaac Arce, un gendarme siempre atento a los inexpertos y miedosos.
En una de las horribles curvas en el medio del descenso -cuando ya no hay posibilidad de bajarse del animal, de volver atrás ni de cerrar los ojos- el pescuezo y la cabeza de la mula quedan suspendidas en un precipicio. A pesar del miedo, hay que seguir. Siempre hay que seguir. Eso es lo más impactante del cruce: no hay otra opción más que hacerlo. El grupo contiene la desesperación, pero exige la entrega.
Camino al refugio de Valle Hermoso
La sequía lleva más de 5 años en San Juan, así que la caravana de animales levanta mucha polvareda. Esa tierra seca es como un papel absorbente en el cuerpo: quita toda la humedad y no hay crema que ayude. La piel se vuelve lija.
Después de bajar el Espinacito quedan todavía tres horas de cabalgata por un valle ondulado y por momentos se hace tedioso, porque los animales están cansados y corren para llegar. A una hora y media del Refugio Ingeniero Sardinas -en donde se pasan las siguientes tres noches- aparece un río y es una salvación.
Si bien el sol es muy fuerte y hace calor, se sube un pequeño cerro y el viento frío vuelve a azotar. Además de los dotes de jinete que se van adquiriendo con el paso de las horas, también se va aprendiendo a ser un poco equilibrista: hay que sacarse y volverse a poner ropa todo el tiempo. Lo primero que dicen los baqueanos y en especial Mario Solla, el veterinario de Gendarmería, es que no hay que cambiarse arriba del animal, porque un movimiento brusco puede espantarlo y nadie quiere un accidente en el medio de la nada. Pero si la fortuna hace que el caballo o la mula sean mansos, con algunos cuidados y mucha paciencia se consigue.
Justo cuando el entusiasmo empieza a ceder, detrás de una loma terrosa se abre otro paisaje impactante. La cordillera es así. Tiene larguísimos trayectos uniformes y casi monocromos, pero una veta de minerales diferentes cambia la paleta de colores y todo explota. A la izquierda, una cadena de cerros marrones, apagados; a la derecha, una montaña blanca de yeso, como si fuera un copo de crema; y en el medio, el lecho de un río seco de piedras verdes. Y nubes, un montón de nubes algodonosas contrastando con el cielo profundamente celeste.
–¿Cómo venís?–, pregunta Luis, uno de los 20 baqueanos que guían al grupo. Tiene 33 años y la piel curtida por el frío.
–Bien, pero quiere correr y acá no me animo
–Es que los animales saben que ya llegan. Están muy cansados.
Luis usa una boina de gaucho y una campera común, como para el frío de Buenos Aires. Fuma con el pucho hacia un costado, sin usar las manos, mientras habla de su vida. Cuenta que su padre ya cruzaba los Andes y que ésta es la sexta vez que él lo hace, aunque ya está cansado y quiere dejarlo.
–Lo que más me gusta de hacerlo es que te tranquiliza un montón, te cambia el aire-, dice mientras a lo lejos se ve el refugio Sardina, que está en uno de los costados del Valle Hermoso.
Al día siguiente se descansa y eso consuela. A la noche habrá otro guiso de charqui y algunas bebidas fuertes para levantar el ánimo. Dormir hace bien: el cansancio suele ser peligroso para la voluntad y en la Cordillera se necesita valentía.
P GINAS:
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