

La salida del general César Milani del Ejército argentino es una de las mejores noticias que recibió la democracia en los últimos tiempos. Su designación era una afrenta para un país que se propuso en 1983 el Nunca Más para el terrorismo de Estado. Y Milani estaba investigado como sospechoso de participar en la desaparición de un conscripto en Tucumán y de estar involucrado en las torturas a otro joven en La Rioja, todo durante los días más vergonzantes de la historia reciente: los de la dictadura militar.
Como si su actuación reñida con el respeto a los derechos humanos no fuera suficiente, Milani también está sospechado de utilizar las herramientas del espionaje ilegal contra ciudadanos argentinos y su declaración de bienes no ofrece una explicación convincente sobre cómo logró prosperar económicamente con su salario de militar. Desde que la Presidenta lo nombró al frente del Ejército, está muy cuestionado por la oposición, por los organismos de derechos humanos y por la crítica en voz muy baja de algunos integrantes del kirchnerismo.
El avance acelerado de las causas judiciales contra Milani en plena campaña electoral fue suficiente para Cristina. En un operativo relámpago, lo sacó del Ejército obedeciendo a la ecuación más pragmática del poder: era más costoso mantenerlo en su cargo que echarlo. Por eso, el general que encandilaba a los sectores menos escrupulosos del kirchnerismo deberá enfrentar los agujeros negros de su pasado desde la inclemencia del llano político.













