(Madrid) Vladimir Putin pidió cartas y mostró el juego. Le abrió la puerta al diálogo, comenzó a replegar las tropas ubicadas en el golfo de Crimea, pero por el momento no se lo cree nadie. Al menos, Occidente. Tampoco la OTAN, ni la Casa Blanca y, menos, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, quien dijo no ver "todavía" una retirada de tropas.

Lo cierto es que ayer (miércoles) no hubo invasión como lo venía pronosticando el mandatario ucraniano, en medio del torbellino de tensión en Europa oriental.

El conflicto llegó hasta este capítulo ajustado al libreto. Putin, administrando sus fuerzas y jugando con las del contrincante. No en vano es cinturón negro de judo y conocedor del aikido.

La OTAN muestra sus dientes y por ahora promete no avanzar sobre Ucrania; la Unión Europea (UE) debate y debate, de la mano de Emmanuel Macron, y Joe Biden tiene la oportunidad de poder disimular el retroceso de su país como potencia hegemónica, mostrando sus fuerzas y aportando al relato.

Todo en el mismo momento en que los astros se van reacomodando en la galaxia de la geopolítica. Lo hacen gracias al movimiento de una modernidad cada vez más compleja, impulsado por las energías de un pasado que no cesa.

De hecho, la biblioteca en la que se apoyó Putin para medir fuerzas con Occidente está en el mismo lugar donde estaba en tiempos de la Unión Soviética. En la KGB. Forzó el conflicto en momentos en que la situación interna de su país no es la mejor.

La inflación, la retracción económica, cierto malhumor social y la presión sobre la disidencia lo obligan a arriesgarse geopolíticamente para mejorar los precios de la energía a sus clientes más cercanos: sus vecinos europeos. De paso, no renuncia a recuperar cierta influencia en las exrepúblicas soviéticas, en una evidencia de que la nostalgia no es propiedad exclusiva de argentinos tangueros.

Fue la primera vez que pulseó con Occidente, respaldado en su cada vez más poderoso socio: China, que no solo se mueve en esa galaxia, sino que no para de crecer. Pero esos vientos del pasado no solo impulsan a Putin.

Europa no deja de estar en alerta, como se vio en las últimas horas, donde todas las cancillerías se muestran incrédulas a los movimientos del líder ruso. Además de la lógica preocupación por la crisis y la falta de credenciales democráticas de Moscú para seguir mensurándola con patrones previos a 1989, también se observa una zona de riesgo en el avance, lento pero constante, de una ultraderecha que lo puede alterar la normalidad, como ocurrió en otros períodos históricos en que las malarias socioeconómicas lo afectaron todo.

La última muestra apareció el pasado domingo aquí, en España. En la elecciones autonómicas de Castilla León. El declive del PSOE, la ajustada victoria del Partido Popular (PP) y el avance sostenido de VOX fueron recibidos como una suerte de prólogo de lo que puede ocurrir a nivel nacional.

Ante esa urgencia, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le propuso al PP construir "un cordón sanitario" contra el ultraderechista VOX. Otra muestra está en Francia, donde Marine Le Pen y Eric Zemmour, del Frente Nacional y Reconquista, aparecen en las encuestas en posiciones expectantes de cara a una hipotética segunda vuelta, en caso de que dejen de gritarse mutuamente y decidan unir sus fuerzas.

De darse ese escenario, solo el espanto que puedan despertar esos discursos extremos de Le Pen y Zemmour podría ayudar a Emmanuel Macron y sus intenciones de continuar en el Elíseo.

Por ahí van los apremios y los planes de varios de los gobiernos del viejo mundo. En ver cómo encuentran salida a los desafíos que les plantea el capitalismo en la era de la (pos)modernidad, con teorías y movimientos extraídos de un pasado que parece no querer alejarse.