

Nunca sabremos del todo si Hernán Lorenzino era o no un proyecto de buen funcionario. Lo que quedó grabado en la memoria de los argentinos fue su inacción en el manejo de la economía y su frase histórica: "Me quiero ir", le dijo a una periodista de la TV griega para no tener que hablar de inflación ni del cepo cambiario que jamás atinó siquiera a flexibilizar.
Lo que sí sabemos es que su acto fallido lo convirtió en una metáfora triste del país adolescente. Y que, aunque parezca el remate de un vodevil, Lorenzino consiguió primero nuestra embajada de la Comunidad Europea en Bruselas y, ayer, el rango también diplomático de embajador plenipotenciario en el Ducado de Luxemburgo. ¿Moraleja? A los que se quieren ir a veces les va bárbaro.
Hay que entenderlo a Lorenzino. En aquel rincón de Europa no hay inflación, ni cepo ni déficit fiscal. Prefirió alejarse lo suficiente de la recesión y de la caída del empleo. La Argentina es un país demasiado intenso y complicado. Es un desafío no apto para espíritus flojos ni para ciudadanos de temperamento maleable. Quizás ya es hora de contar con funcionarios más decididos y con diplomáticos cuyas medallas más visibles no sean un premio consuelo a la inoperancia.













