Conocé el destino turístico mejor guardado de Brasil

Es el Parque dos Lençois, en el estado de Maranhão. De una extraña belleza natural, sus interminables dunas de arena se combinan con una pequeña ciudad llena de encantos.

Las imágenes más características del Norte brasileño se debaten entre bahianas con sus atuendos blancos, el perfil del Morro do Sao Paulo y un sinfín de playas blanquísimas. Pero, por suerte, también hay otras. Y muy distintas. Más hacia el Trópico, las costas del estado de Maranhão -que casi limita con la Amazonía- ofrecen un espectáculo que no encuentra parangón en el mundo: al borde de la selva se extiende un enorme desierto de dunas blancas, poblado de lagunas transparentes.

El Parque dos Lençois (lienzos, en portugués) tiene, desde el aire, un aspecto que hace honor a su nombre: semeja una gran sábana impoluta, de 150.000 hectáreas, arrugada como al descuido. Pero este lugar que cautiva por su extraña belleza es uno de los secretos mejor guardados del país, de modo que para llegar hasta él hay que tener bien claro el camino. Lo primero es cambiar la habitual combinación aérea a Salvador o Fortaleza por una a São Luiz, ciudad llena de historia que despliega ante los ojos un aspecto muy diferente a la de cualquier otra urbe brasileña.

Sus callejuelas, sus escaleras y los maravillosos frentes de sus casas cubiertos de azulejos remiten inmediatamente a Lisboa. Y no es casual, ya que ambas fueron levantadas al mismo tiempo (la capital portuguesa debió ser reconstruida tras un terremoto en 1755).

ara entonces, las plantaciones de algodón, alimentadas por el trabajo de los esclavos africanos, rendían buenos frutos; y la región, situada mucho más cerca del Viejo Mundo que de las nacientes colonias, gozaba de gran prosperidad. El resultado: fantásticas edificaciones sólo equiparables a las fastuosas costumbres de sus habitantes, que hasta se daban el lujo de mandar a lavar sus ropas a tintorerías de París. La abolición de la esclavitud hizo el negocio menos rentable, y la ciudad pronto se sumergió en una decadencia cuya reparación costó cientos de millones de dólares.

Un sitio único

Pero más allá del encanto de las callecitas de piedra, la verdadera joya de São Luiz está a unos pocos kilómetros, en el parque. Para llegar allí hay que tomar un pequeño avión en las afueras de la ciudad hasta el aeródromo de Barreirinhas, un pequeño pueblo al borde de los Lençois. Desde allí zarpa una embarcación que recorre el río Peruguiças, para encontrar de tanto en tanto, entre la tupida maleza, pequeños claros de playas paradisíacas bordadas de palmeras.

Una buena idea es detenerse en algunas de las posadas o alojamientos; cabañas rústicas pero muy confortables que se encuentran en un enclave perfecto: de un lado el río con la calma de su paso lento, y del otro, a tan sólo 200 metros, el mar desarmándose en una costa de arenas níveas.

Por la mañana, las 4x4 aprestan sus motores para una travesía de cuatro horas entre inmaculadas colinas de arena y chapuzones en el agua fresca. Ése es el momento en que el milagro toma forma, cuando el contradictorio desierto maranhense con su silencio, su sol inclemente y sus impensados estanques se vuelve un decorado casi cinematográfico.

La disyuntiva es quedarse en las posadas, disfrutando de unos días en pleno contacto con la naturaleza, o regresar a la ciudad y degustar las especialidades gastronómicas del lugar. Tampoco hay que dejar de visitar San Pedro de Alcántara, un pequeño pueblito donde las familias adineradas habían instalado sus fincas. Se trata de un viaje distinto al corazón de Brasil, que sin renunciar al ritmo encantador de su gente y a la belleza de sus costas, descorre el telón sobre sitios casi inimaginables.

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