

Todas las discusiones sobre el impacto que el Impuesto a las Ganancias tiene sobre los salarios, tanto antes como después del anuncio que hizo el lunes el ministro Axel Kicillof, presentan una omisión llamativa: nadie discute qué hace el Estado con los pesos que recauda por esa vía, ni se preocupa por analizar al menos de dónde saldrá la plata para financiar la reducción (considerada incluso insuficiente) a quienes cobran entre $ 15.000 y $ 25.000.
Sobre el uso de los fondos, está claro que la única campana que se escucha es la del Gobierno, que presenta el cuadro como si cada centavo que le piden resignar los gremios por este gravamen, pusiera en riesgo el pago de la asignación universal por hijo, por mencionar solo el subsidio más emblemático. No hace falta llegar a ese punto. Hay un Estado enorme, cuyas funciones y costo nadie pone en tela de juicio. Centrar las críticas en Fútbol para Todos o en Aerolíneas tampoco contribuye, porque a esta altura hace falta preocuparse más por el crecimiento del bosque que por sus árboles más visibles.
El problema es que hablar de déficit fiscal en estos tiempos suena a un reflejo atávico noventista, una profanación al modelo K. Lo real es que el anuncio de Ganancias le costará al Gobierno $ 10.000 millones, que si bien es el 1% de la recaudación bruta anual, se suma a un rojo descomunal que ya ronda 5% del PBI. Su financiamiento (mucha emisión monetaria, algo de deuda, y básicamente inflación) parece menos doloroso que un descuento en el recibo de sueldo, pero a la larga no lo es, porque lo pagan todos. Señal de que tarde o temprano habrá que discutir qué Estado estamos dispuestos a solventar.














