Opinión

Política e instituciones en tiempos de estrés electoral

Atrapados ya por el clima vertiginoso de las próximas elecciones presidenciales 2023, la dirigencia de los principales partidos vuelve a transitar caminos conocidos.

Tanto en las formas como en el fondo, las campañas electorales despliegan un ritual obvio y previsible. Sin mayores sorpresas para un grupo cada vez más reducido de candidatos. Casi todos ellos baqueanos experimentados, curtidos por una larga a experiencia en lides electorales. Al cabo de cuarenta años, los actores y las reglas siguen siendo básicamente las mismas y, al menos por ahora, nadie parece interesado en cambiarlas.

La oposición triunfó finalmente en su empeño por preservar el régimen de las elecciones primarias abiertas, simultaneas y obligatorias. El apoyo inesperado del Presidente, personalmente interesado en conservar una cuota de poder electoral, contribuyo a proteger un sistema electoral cuestionado de modo casi unánime por gobernadores y especialistas. Un mecanismo pensado para eximir a los dirigentes de los riesgos de la democracia interna y para resistir las demandas sociales de mayor apertura y renovación de los partidos. "Somos los que estamos y estamos los que somos".

Con todo, hay algunas novedades y, aunque mínimas, vale la pena consignarlas.

Por el lado de la oferta política, un puñado exiguo de nuevos candidatos, recibidos con hostilidad creciente por el elenco estable. Algunos -como Milei, Espert, Tetaz o Manes provienen del terreno para muchos sospechoso de "saberes expertos", tales como la economía libertaria o la neurología-. Otros, provienen más bien de las circunvoluciones internas de los partidos.

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La resistencia es más que previsible. después de todo, en la Argentina a la política se ingresa -como rezan las invitaciones a las fiestas en Estados Unidos, by invitation only. Los nuevos actores no fueron invitados, no son bienvenidos y tampoco parece que se los espere. se los espere, en una fiesta casi exclusiva para muy pocos invitados.

En la política contemporánea tiende a exacerbarse una suerte de oposición estructural entre la política entendida en modo campaña y la política en su momento. La lógica de las campañas premia las convicciones y el fundamentalismo. Festeja por ello el desparpajo irresponsable y la destreza en las falacias. La lógica del gobierno responde, por el contrario, a la ética de la responsabilidad. Promueve más bien la capacidad para tender puentes, forjar acuerdos. Obliga a reconocer las propias limitaciones y a construir confianza.

En la era de las redes sociales, lo que lo que sirve para ganar elecciones suela volverse en contra a la hora de gobernar. Aquello que es útil para legitimar decisiones de gobierno difícilmente sirva para conmover a las tribunas electorales.

El problema de la democracia es que, más que un régimen de acuerdos, es un sistema complejo de equilibrios inestables y concesiones mutuas que permite sin embargo convivir en condiciones de desacuerdo. Los pactos políticos que funcionan no son precisamente los que buscan acuerdos fundamentales, alrededor de un conjunto de principios básicos. Muy por el contrario, suelen ser aquellos que, como Moncloa, implican acuerdos más bien operativos e instrumentales, basados en concesiones mutuas, que permiten mejorar el terreno y las posibilidades para la competencia abierta entre ideas, personas y propuestas, por lo general contrapuestas en materias fundamentales.

Esto es particularmente importante en una sociedad como la Argentina, virtualmente empatada en lo institucional y en lo político, con desacuerdos históricos muy difíciles de superar y bloqueada en sus posibilidades de avanzar hacia cambios profundos. Una sociedad cuyas oligarquías coinciden en lomas básico: en preservar sus desacuerdos. Detrás de la resistencia al dialogo, alienta el propósito no siempre oculto de no alentar cambios que pongan el riesgo los equilibrios y el orden establecido.

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Esta resistencia a la búsqueda de consensos opera de hecho un efecto paralizante. Las presiones corporativas premian el principio fundamentalista y castigan el pragmatismo. Apuestan así a sociedad de suma-cero.

No es casual que el terreno central de la confrontación sea precisamente el sistema de justicia. Hace algún tiempo, en los años finales de la convertibilidad y en ocasión de una visita al país, el entonces Director del FMI, Michel de Camdessus saludo al ministro de economía del momento -Roque Fernandez- con la siguiente advertencia: "Querido Roque, cuando un país logra estabilizar sus expectativas económicas y se concentra en los cambios estructurales pendientes, debemos tener claro que el ministro de Justicia es muchísimo más importante que el de Economía".

Acertaba sin duda Camdessus en su consejo, aunque el puñado de banqueros que lo escuchaba estaba lejos de advertir la sabiduría de esa observación. El problema fundamental no está tanto en el hacia donde marchar, que en democracia debe ser siempre una cuestión de desacuerdos lógicos y legítimos. Esta más bien en las reglas de juego, en los mecanismos para administrar las diferencias, en los límites de las confrontaciones. Es decir, en la dificultad para reconocer que la democracia debe asumirse como un sistema complejo de equilibrios inestables frente al cual - a diferencia de lo que piensan algunos jueces e intelectuales orgánicos del constitucionalismo local- nadie puede ni debe aspirar a imponer una "última palabra".

La justicia es un campo de debate abierto a la controversia y la calidad de una democracia se mide por su capacidad para solventar ese debate, protegiéndolo de las presiones extorsivas de uno y otro signo.

Se trata de un debate oportuno y necesario. Si bien es lamentable que la ocasión sea el juicio político a cuatro miembros de la Corte, habrán de reconocerse las culpas concurrentes de la política y de la judicatura. Unos y otros soslayaron la demanda social, confundieron los síntomas, equivocaron las recetas y postergaron irresponsablemente un debate imprescindible, que de hecho se está dando en todas las democracias desarrolladas. Por la razón o por la fuerza, las sociedades actuales han puesto el ojo sobre la justicia ya aspiran a su transformación.

Lo importante es reconocer el componente de oportunidad que comporta toda crisis institucional y dejar de lado el oportunismo político de los sectores extremos.

Discutir la justicia es comenzar a discutir con seriedad y madurez la reglas de juego, la calidad del sistemas de control y arbitraje, el acceso a los derechos y las posibilidades de una cooperación inteligente y acorde con los tiempos actuales. La justicia no es solo un mecanismo de resolución de conflictos puntuales: es sobre todo una instancia de cooperación social de gestación de compromisos y de certificación de esos consensos hacia el largo plazo. 

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