

Los cambios en la historia suceden muchas veces aunque sus protagonistas no se den cuenta. Ayer al mediodía, seis filas de automóviles esperaban a los largo de diez kilómetros que unos doscientos integrantes del Grupo Tupac Amarú, de grupos kirchneristas y de pequeños partidos de izquierda desalojaran la Ruta Panamerica en uno de los tantos piquetes que montaron en todo el país para reclamar la liberación de la próspera dirigente Milagro Sala. Hacía calor, había fastidio y muchos conductores aprovechaban para gritarles a los manifestantes su enojo por la medida. Pero los más ofuscados eran los choferes de los camiones y los pasajeros de los colectivos, quienes perdían un día de trabajo que nadie iba a pagarles. Esa es la paradoja de este tiempo. La protesta generó indiferencia en los sectores medios de la sociedad pero enfureció a los segmentos más desfavorecidos. Como lo demostraron las elecciones recientes, la desprestigiada dirigencia social aliada al kirchnerismo no logra generar señales de solidaridad en casi ningún estrato social.
El caso de Milagro Sala es paradigmático. El kirchnerismo intenta exponerla como una presa política pero está detenida por la Justicia jujeña acusada de instigación al delito, tumulto, asociación ilícita, defraudación al Estado y extorsión. El fiscal de la provincia, Mariano Miranda, ha dicho que "si los manifestantes supieran cuál es la verdadera causa de la detención, no estarían cortando una ruta". Y hoy El Cronista informa que la Unidad de Investigación Financiera la investiga por supuesto lavado de dinero por 29 millones. Por eso, no es extraño que los dirigentes del peronismo mejor rankeados ante la sociedad mantengan el silencio más estricto en torno a su caso.
La gran excepción es el Papa Francisco, quien hizo público un sorprendente gesto de respaldo para Sala. Una patinada más de las muchas que tuvo el popular Pontífice en los últimos tiempos, cada vez que descendió al barro de la política argentina.













