La transición del cambio de management en YPF debería haberse hecho con prolijidad. Se trata de la empresa más importante de la Argentina. La más maltratada, que fue privatizada y nunca controlada en la década del 90. Y que fue nacionalizada a los empujones y mal administrada hasta forzar el déficit energético en los años del kirchnerismo. Cuando Cristina designó a Miguel Galuccio como CEO pareció que la petrolera de bandera comenzaba a transitar un camino más ordenado. El hombre venía del sector y había acumulado en el exterior una experiencia que prometía buenos vientos. Los números mejoraron, aunque ayudados por la suba intensa del precio de las naftas, y la perspectiva del shale gas en Vaca Muerta se convirtió en un horizonte posible para volver algún día al autoabastecimiento.

El punto más oscuro de la gestión Galuccio fue, sin dudas, el acuerdo secreto con Chevrón. Es cierto que era una inversión de 1.500 millones de dólares en una época en la que nadie quería venir a invertir un dólar en la Argentina. Pero la confidencialidad terminó pareciéndose a la falta de transparencia. Eso y la cercanía del CEO entrerriano con el candidato Daniel Scioli sellaron su suerte. La transición se precipitó y, para fines de abril, tendrá un reemplazante argentino que el gobierno de Mauricio Macri busca en un scouting alrededor del planeta.

La salida de Galuccio termina entre intrigas, amenazas de renuncias y acusaciones en voz baja. No debió ser así. A la Argentina le siguen costando las políticas de Estado. La compañía número uno del país también necesita de la racionalidad que la democracía todavía no le pudo dar a la economía.