

Es difícil precisar el nacimiento de una idea en el tiempo, no obstante podemos convenir que el concepto de neutralidad tiene alrededor de cinco siglos de historia, cuando el destacado intelectual francés Jean Bodín la acuñó en 1568.
Posteriormente, en el siglo XVIII diversos exponentes del pensamiento económico clásico proclamaron como deseable la neutralidad en los impuestos, aludiendo a que no era conveniente que los tributos se entrometan en las preferencias de los agentes económicos.
La neutralidad en la imposición refería a la elección de gravámenes que alterasen en el menor grado posible los precios de mercado y la distribución de los ingresos, para volver más eficiente la asignación de recursos.
Más de dos siglos después, el mundo en el que se concibieron esas ideas, como el humo de los ferrocarriles, se ha evaporado. Sin embargo algunos de sus postulados todavía perduran, pero corregidos.
La idea de un sistema impositivo que se mantiene al margen de las fuerzas económicas se ha vuelto tan inconcebible que hoy casi no se discute sino sólo en términos de la medida de su injerencia y su orientación. Los impuestos de la modernidad no solo sirven para cubrir gastos sino también para propósitos de bienestar, redistribución e impulso económico.
La neutralidad fiscal absoluta es una quimera. Todos los impuestos producen algún impacto en la economía, y es por ello que los gobiernos utilizan unos u otros en razón de los efectos que según sus propias valoraciones políticas desean promover.
De ese modo, lo neutral se presenta como lo que se aproxima a los efectos buscados, y lo no neutral y distorsivo como todo aquello que se aparta de dichos propósitos. La neutralidad es un concepto huidizo porque pertenece a la negatividad de las cosas.
El postulado de la neutralidad como bandera de las finanzas liberales ha perdido su pureza simbólica, pero sigue vigente, resignificado, para identificar y repeler aquellas consecuencias que no son las buscadas por los objetivos que traza la política imperante.
Nos encontramos en un momento donde se avizora la necesidad de un cambio estructural en el sistema impositivo, no tanto por el abrumador peso de los impuestos en sí, sino más bien por la identificación de ciertas distorsiones que se intentan corregir.
En ese marco, el ideal inmaculado de la neutralidad junto a otros principios, es objeto del implacable escrutinio de los ojos de los gobernantes para proyectar la adopción de un nuevo esquema tributario y su futura configuración.
El escritor Jonathan Swift cuando describió Los Viajes de Gulliver en 1726, soñó con impuestos auto determinados y neutrales que no oprimieran a sus súbditos, donde los hombres los determinaban según las virtudes de que se sabían poseedores, y las mujeres por su belleza y gracia al vestir.
Las ideas de aquel mundo no han muerto, han debido reinventarse para sobrevivir.













