Durante 50 días Javier Milei estuvo convencido de que había arrancado, al fin, una nueva temporada política. Que el experimento libertario había sobrevivido a su primera prueba electoral. Y que ahora sí venía el tiempo de la agenda propia, las reformas estructurales y el control del ritmo político después de demasiados meses de turbulencias.

Pero esas 50 jornadas de entusiasmo que se inauguraron apenas se difundieron los resultados de las urnas terminaron abruptamente el último 17 de diciembre cuando el Congreso volvió a darle la espalda al oficialismo gracias a la muerte en Diputados del tristemente famoso Capítulo 11 del Presupuesto 2026. “Esto es un déjà vu horrendo. Otra vez subestimamos la situación”, se lamentaba aquella madrugada uno de los líderes de La Libertad Avanza, que admitía por lo bajo que el desorden interno y el apego excesivo a la prolijidad fiscal les había jugado en contra.

El golpe no llegó en cualquier momento: llegó con el espacio gobernante necesitando mostrar autoridad y con el presidente intentando consolidar sus músculos pese a que el sistema le recuerda constantemente que ocupar el Sillón de Rivadavia implica administrar los conflictos.

Ahora, la coincidencia de calendario está cargada de simbolismo: el 26 de octubre todo era algarabía; este 26 de diciembre todo es tensión y negociación febril hasta último momento por lo que pueda pasar en el palacio legislativo cuando el Senado intente sancionar la Ley de Leyes y el proyecto de Inocencia Fiscal. Milei y su equipo chico vuelven a caminar por una cornisa que ellos mismos ayudaron a construir.

Presidencia

El problema es que la Casa Rosada confundió clima electoral con gobernabilidad”, analiza uno de los principales opositores de la cámara alta. Y desarrolla una idea con la que coincide la mayoría del recinto: las urnas le dieron oxígeno al oficialismo, pero no resolvieron el déficit estructural de poder. LLA, según esa lectura, sigue siendo una fuerza dependiente de alianzas volátiles y de una ingeniería parlamentaria que exige precisión quirúrgica.

Así las cosas, se prevé un viernes de súper acción: con el respaldo de los peronistas aliados Raúl Jalil (Catamarca) y Osvaldo Jaldo (Tucumán), los violetas podrían obtener la aprobación del texto en general tal como llegó desde Diputados. Esa fue la conclusión a la que se llegó después de una reunión de Patricia Bullrich con los jefes de bloque de 44 senadores variopintos que podrían dar su voto positivo.

Pero ese apoyo no sería completo ya que hay miembros de ese colectivo que podrían jugar en contra de algunos párrafos que generan revuelo. La mayor alerta se da en torno al Artículo 30, que habilita recortes en el financiamiento educativo. Para Economía, una herramienta de flexibilidad fiscal; para la oposición, un cheque en blanco que agita el fantasma del ajuste sobre un sector socialmente sensible.

En paralelo, la mesa política libertaria trabaja contrarreloj en un posible decreto para reasignar partidas hacia las personas con discapacidad y las universidades públicas nacionales, pero sin cumplir con las leyes específicas que aprobó -y con las que insistió- el Congreso este año. No es un giro doctrinario sino una corrección de emergencia: la admisión implícita de que la jugada del Artículo 75 fue inviable.

En el Senado, todos estos movimientos son leídos con cautela. La paradoja es evidente: Javier Milei busca sostener el relato del orden en las cuentas mientras debe recurrir a parches administrativos para evitar derrotas mayores. El margen de error es mínimo y la sesión de hoy aparece menos como una celebración de fin de año que como una prueba de resistencia.

Para entender cómo se llegó hasta acá hay que volver a las sesiones extraordinarias en Diputados y al detrás de escena que explica más que el resultado formal: la derogación de las leyes de financiamiento universitario y de emergencia en discapacidad no fue un error de cálculo. Fue una propuesta que salió de Yrigoyen 250, atribuida directamente a Luis Caputo, bajo una lógica fiscalista pura.

Sin embargo, el dato relevante no es quién la pensó. Es algo bastante más incómodo: nadie la frenó. No hubo una alarma política que se activara a tiempo. No apareció una voz con autoridad suficiente para decir que esa decisión iba a tener un costo mayor que el ahorro numérico que prometía. La idea avanzó, se incorporó al dictamen y terminó detonando una crisis que obligó al gobierno a corregir sobre la marcha.

Ese error, que nadie quiere admitir en voz alta, dejó al descubierto otro problema estructural: la relación con los gobernadores. En Balcarce 50 daban por sentado que el vínculo estaba razonablemente ordenado. Pero cuando el conflicto escaló, quedó claro que muchos mandatarios piden demostraciones de cariño mientras dura la calma y, cuando las papas queman, dicen que en el fondo no controlan a todos los legisladores de sus provincias.

Como si hiciera falta algo más, se sumó el escándalo de las designaciones en la Auditoría General de la Nación: Milei y los suyos quedaron expuestos en un acuerdo con el kirchnerismo al borde del reglamento que abrió otra fricción directa con el PRO de Mauricio Macri. Ni siquiera la cena secreta entre Martín Menem, Diego Santilli y Cristian Ritondo logró evitar la presentación de un amparo.

La escena se repite con una lógica inquietante: decisiones tomadas en círculos reducidos y sin filtros robustos. La interna entre Karina Milei y Santiago Caputo no explica todo, pero ayuda a entender por qué fallan los mecanismos de contención. Por eso, cuando empiece 2026 el problema no será solo el Presupuesto o la reforma laboral: el desafío de fondo será subsanar la incapacidad de construir una verdadera hegemonía política.