COLUMNISTA

Cuestionar, confiar, construir

Estamos cansados, agobiados y desorientados. Es el peor momento desde el inicio de la pandemia. Justo cuando más necesitamos la paciencia, es cuando más nos ganan emociones de tinte negativo, como la ansiedad o el enojo.

El cuestionamiento permanente, el hablar de todo aunque no sepamos bien, nos define como argentinos. Polemizando y criticando nos hacemos más visibles, más famosos, conseguimos más seguidores en redes sociales.

Toda la flexibilidad que solemos tener para juzgar nuestros propios actos se evapora cuando juzgamos actos ajenos. Los seres humanos nos juzgamos a nosotros mismos por la intención (que solo nosotros conocemos) y a los demás por las conductas visibles, a las que atribuimos significados según nuestras propias proyecciones y creencias. Esto ya ha sido muy estudiado por las ciencias del comportamiento y hasta tiene nombre: se llama "sesgo de autoservicio". Y lo de hacerlo a gran escala es otra falencia.

La famosa solidaridad de la que solemos sentirnos tan orgullosos solo sale a la superficie cuando se trata de ayudar al vecino o al amigo, o en situaciones de crisis extremas. Entre la flexibilidad de la que carecemos para juzgar a los demás y la escasa solidaridad que mostramos con otros miembros de la especie que no pertenecen a nuestro entorno inmediato, la capacidad humana clave de organizarnos cede y deja paso a un número no determinado de ciudadanos enojados con el semejante porque no se puso correctamente el barbijo, o porque votó a alguien cuyas ideas y plataforma no comparte.

Somos los artífices permanentes de nuestros fracasos obstaculizando siempre al que elegimos para que nos lidere. Nos resulta difícil cimentar la autoridad de nadie, y por ende, terminamos generando círculos viciosos: dado que creo que esta persona no sabe trabajar, no le doy autoridad, y como no le doy autoridad, sus opiniones carecen de valor para mí y no le hago caso a lo que necesita. Mi actitud no lo ayuda, más bien perjudica sus resultados, que empeoran y corroboran así mi opinión previa.

Hemos aprendido este circuito de sobra, y lamentablemente lo aplicamos sin piedad en los más diversos ámbitos, desde el trabajo hasta la vida política. Estamos felices cuando a nuestro jefe le va mal, o cuando a nuestras autoridades les estalla un problema, porque no queremos que le vaya bien o porque lo habíamos anticipado. El precio de nuestra supuesta iluminación profética es que nosotros nos hundimos con aquellos a los que criticamos. Este comportamiento sistémico termina perjudicando a la comunidad a la que pertenecemos, -sea nuestro sector de trabajo, nuestra empresa, la universidad en la que estudiamos, el pueblo en el que vivimos o nuestro país- y por ende, perjudicándonos a nosotros, aunque nos deja con el orgullo intacto y la sensación de ser los únicos en poder de la verdad.

En mis propias vivencias personales, pienso en la empresa familiar. Si no estás de acuerdo con los que lideran, vas al espacio que tenés para sugerir: habrá algún buzón de quejas, reclamos, sugerencias, en el área de talentos, en el comité ejecutivo, en el directorio... pero jamás en radio pasillo ni en las redes sociales, ya que ahí no construimos sino que restamos valor. Es importante dar ideas, pero con sustento y sin contagiar emociones de enojo a los demás. Yo tenía claro que a veces nos toca acompañar, y es por el bien de todos. Hablar con gente que no puede cambiar la decisión induce a la catarsis colectiva, lo que genera en primera instancia, una sensación muy liberadora de indignación colectiva, pero que al poco tiempo, se transforma en frustración y resentimiento. Eso conduce a peores resultados y muchos problemas para quienes tienen que tomar decisiones, llevando a la empresa a escenarios de mayor complejidad.

Estos comportamientos se replican en lo micro y en lo macro. Nos encanta criticar, en especial a los que tienen más poder o a los que creemos que no comparten nuestra forma de pensar. Basta ir a una asamblea de copropietarios en un edificio cualquiera, basta participar en un chat del trabajo. El victimismo nos impide ver nuestro aporte a la toxicidad del ambiente y por ende, a la pérdida de efectividad. Pero el precio de la inocencia es la impotencia. Solo nos cabe quejarnos de aquello que no podemos cambiar. Si nos quejamos mucho, quiere decir que podemos cambiar pocas cosas.

Sueño con que muchos líderes desde los diferentes espacios construyan organizaciones donde florezcan la creatividad, la innovación, la colaboración, la pasión por hacer el bien, por reinventarnos, la generosidad y la solidaridad. Me siento muy argentina, amo a mi país y lo quiero ver FLORECER, pero también siento que es el momento de unir esfuerzos con quienes trabajan en el mismo sentido en Latinoamérica, para desde la región, ir al mundo.

Nos necesitamos juntos -como decía el gobierno anterior-, unidos -como dice este-, pensando en una Argentina inclusiva, solidaria y con menos pobreza, con más empresas, con más empresarios, que den más trabajo, con muchos líderes y organizaciones responsables. Podemos cuestionar en los ámbitos correctos, confiar en los otros y construir una comunidad, sana y que pueda crecer sin culpa.

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