

La política migratoria del gobierno está bien direccionada, porque tiene por objetivos controlar mejor quienes ingresan al país, e impedir que permanezcan en él sujetos indeseables que, por malvivientes, ponen en riesgo la paz social y la seguridad de la comunidad en general.
Es cierto que el preámbulo de la Constitución Nacional señala claramente que la organización política pergeñada en 1853 no era, ni es, solo para los argentinos, sino también "para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino", y que por lo tanto cualquier "hombre del mundo" tiene derecho a ingresar a nuestro territorio; pero también es cierto que, salvo el derecho al honor, a la libertad de expresión y al que tenemos los argentinos de permanecer en el territorio, ninguno de los otros derechos son absolutos, por lo que son susceptibles de ser reglamentados.
Pues el derecho de cualquier "hombre del mundo" de ingresar a nuestro país, y el de cualquier extranjero residente en la Argentina a permanecer en él, pueden ser restringidos por ley en la medida que dichas limitaciones se funden en la existencia de condenas impuestas en el exterior o en la Argentina. No puede quedar duda alguna que es potestad del gobierno nacional expulsar extranjeros que han delinquido, y no hay tratado internacional alguno que le impida hacer tal cosa a un gobierno.
Sin embargo esa potestad está en cabeza del gobierno nacional y no de las provincias. Obsérvese que la vigencia de un régimen político federal hace necesaria la coordinación o reparto de atribuciones entre ambos niveles de autoridades, y esa coordinación está hecha justamente por la Constitución Nacional, en la que se consigna con claridad que las potestades no delegadas expresamente al gobierno de la Nación pertenecen a las provincias. Pues la de controlar el flujo migratorio y poner límites al ingreso y permanencia de extranjeros es una de las expresamente asignadas al gobierno nacional.
Significa que ninguna autoridad provincial está constitucionalmente habilitada para ejercer esa facultad, a riesgo de incurrir en una vulneración a nuestra ley suprema, que podría ser invocada por el extranjero perjudicado, aún cuando el residente esté en condiciones de ilegalidad en el país.
No cabe duda alguna que la intención de las provincias de impedir la permanencia en sus territorios de extranjeros delincuentes es buena, pero esa bondad no la convierte en constitucionalmente válida.
Lo que sí pueden hacer las autoridades locales, es promover la inmigración, cobrar impuestos locales a los extranjeros y decidir si los extranjeros no residentes pueden acceder a servicios de salud gratuitos como pueden hacerlo los extranjeros con residencia legal y naturalmente los nacionales.
Es necesario advertir que la Argentina necesita tener una clara política migratoria que nos proteja de extranjeros que alteren la armónica convivencia social, pero también es indispensable el estricto apego a las normas constitucionales, cuya observancia es tan importante para el adecuado funcionamiento institucional.













