

En la última década, hemos sido testigos de un fenómeno en el mundo empresarial: el surgimiento de las marcas con propósito. De la mano de las preferencias e inquietudes de consumidores crecientemente conscientes, valorativos - cuando no activistas - cada vez más compañías fueron adoptando una visión amplia de su rol social, centrada en el fortalecimiento de la ciudadanía corporativa. El famoso "capitalismo de stakeholders". Este cambio de enfoque ha llevado a un concepto que hemos denominado "storybeing", donde algunas marcas de avanzada han logrado alinear internamente sus valores y su modo de operar con la historia y los valores de sus consumidores.
En el Foro Económico Mundial de Davos en 2019 y 2020, se planteó la idea de que las marcas debían adoptar un enfoque más comprometido con la sociedad. Aunque los simples mortales ya lo sabíamos, en ese encuentro global se manifestó que el capitalismo ya no se trata sólo de maximizar beneficios, sino de generar un impacto positivo en el mundo. El storybeing se convirtió en el objetivo, buscando que las marcas se integren en la cultura y se alineen con un propósito auténtico, evitando caer en acciones tácticas de green, pink, blue o cualquier otro washing.
Sin embargo, en los últimos meses hemos presenciado el surgimiento de una batalla cultural en el que se conformaron dos orillas, o mejor dicho una grieta como bien conocemos los argentinos: algunas marcas que habían comenzado a tomar posturas en ciertos temas se han visto en medio de esta confrontación ideológica y esto representa un desafío inmenso para la comunicación y la gestión de la reputación de estas empresas.
El ejemplo de Bud Light en Estados Unidos es revelador. Al apoyar abiertamente a Dylan Mulvaney, una influencer transgénero, la marca se convirtió en blanco de un boicot en diferentes estados, lo que resultó en una caída catastrófica del valor de sus acciones y en la pérdida de su posición histórica como la cerveza más vendida del país. Esta situación ejemplifica el riesgo al que se enfrentan las marcas al tomar partido en temas sensibles.
No hace falta más que ingresar a Twitter - o a X según su nuevo nombre - para ver cientos de cuentas y miles de mensajes incentivando boicots contra marcas que consideran que han cometido el pecado de convertirse en "woke". El movimiento ha creado, incluso, un mantra que puede verse en carteles, remeras y todo tipo de memorabilia: "get woke, go broke". Incluso se han creado directorios de empresas "woke free" apuntadas hacia consumidores o trabajadores que sienten la necesidad de romper con todo lo que siquiera se asemeje a una visión "progre" de la sociedad moderna.
El New York Times, The Economist y varios de los principales medios del mundo ya no dudan en titular el fenómeno "la guerra cultural en Estados Unidos". Como gestores de marcas y profesionales de la comunicación, es fundamental entender que un escenario de este tipo nos obliga a aguzar los sentidos, levantar todas las alertas y apretar bien fuerte el cinturón de seguridad.
Es que aventurarse en el terreno político no electoral y adoptar posturas ideológicas ubica a las marcas en el centro de dos cosmovisiones en conflicto. En un mundo convulsionado y volátil, donde las audiencias exigen que las empresas tomen partido pero a la vez se reservan la prerrogativa del Pay Pal o del boicot, la planificación quirúrgica y la gestión del daño se convierten en tareas cruciales. Ya no es suficiente con leer el entorno y estar atentos a las tendencias, es necesario tener una comprensión profunda de las audiencias y sus valores y estar preparados con planes de contingencia si el salto sale mal, incluso si el paracaídas decide fallar.
La toma de partido es un arma de doble filo para las marcas. Por un lado, pueden ganar la lealtad de una audiencia comprometida con sus valores, pero por otro lado, también pueden enfrentar duras consecuencias, como el boicot y la pérdida de clientes. Es crucial evitar el lavado de imagen y ser genuinos en el compromiso con un propósito, pero también es importante tener en cuenta que tomar partido tendrá consecuencias invariablemente. Y entonces, ¿qué hacemos?
Para gestionar adecuadamente estas batallas culturales, las marcas deben tomar en consideración algunas medidas clave. En primer lugar, es necesario leer y comprender el entorno en el que se desenvuelven, y esta tarea no debe recaer únicamente en la alta dirección, sino que debe ser distribuida en toda la cadena de mando de la compañía. Perder el termómetro de lo que ocurre en la sociedad puede resultar costoso.
Conocer a fondo a las audiencias se vuelve esencial. Ser fieles a los consumidores y comprender sus valores, aspiraciones y preocupaciones permitirá a las marcas establecer una conexión más sólida. Esto implica escuchar activamente y adaptar las estrategias de comunicación para estar en sintonía con sus expectativas.
Además, se debe evitar cualquier tipo de "washing", es decir, intentar aprovechar el activismo sin un compromiso real. Las marcas deben ser auténticas y coherentes en su accionar, evitando caer en prácticas que puedan ser percibidas como oportunismo o falta de genuinidad.
La arena digital se ha convertido en el escenario principal de esta batalla cultural. Los usuarios, clientes o consumidores buscan afianzar su identidad continuamente y son más propensos a sumarse a un boicot si sienten que una marca contradice sus valores. Por lo tanto, las empresas deben comprender este nuevo territorio y adaptar sus estrategias de comunicación y marketing en consecuencia. Es importante tener planes de contingencia que contemplen diversos escenarios y cruzar el plan de marketing con los problemas y desafíos que la marca puede enfrentar. Asimismo, la gestión proactiva de la reputación online es fundamental para mitigar el daño y mantener la confianza de los consumidores.
Por último, en este escenario (en particular en sociedades altamente polarizadas), escapar de la espiral electoral se vuelve fundamental. Las marcas deben evitar ser arrastradas por los maniqueísmos de la política y centrarse en su propósito auténtico. Cuando las marcas se convierten en parte de la conversación política - ver De Sanctis vs. Disney - es muy difícil que éstas salgan indemnes.
Tomar partido implica consecuencias, pero también puede ser una oportunidad para fortalecer los lazos con una audiencia comprometida. En última instancia, el control de daños y la adaptación estratégica son elementos clave para navegar con éxito en estas batallas culturales.













