En una era marcada por la escasez de efectivo, el aumento de los déficits y el endeudamiento, muchos gobiernos buscan soluciones rápidas. La radical reestructuración económica de Argentina tiene un atractivo evidente. Su presidente libertario de melena desordenada, Javier Milei, llegó al poder prometiendo rescatar a la nación sudamericana de la hiperinflación con una motosierra que recortaría su Estado sobredimensionado. Dada la desastrosa historia económica del país, pocos le daban muchas posibilidades a un autodenominado anarcocapitalista sin experiencia de gobierno y con cinco mastines ingleses entre sus asesores más cercanos. Milei demostró rápidamente que sus críticos estaban equivocados, al recortar el gasto de forma drástica y lograr uno de los giros fiscales más dramáticos en la historia de los mercados emergentes. La inflación cayó en picada y la confianza en el peso -al que el presidente había calificado como "menos valioso que excremento"- se restauró. Gracias a una inusual honestidad durante la campaña sobre la cirugía dolorosa que necesitaba Argentina, y a la incompetencia y corrupción de la oposición peronista, Milei ha logrado mantener el apoyo de los votantes mucho más tiempo del que cualquiera creía posible. Sin embargo, al acercarse a la mitad de su mandato de cuatro años en diciembre, los límites económicos y políticos de la terapia de shock de Milei comienzan a volverse más evidentes. El gobierno ha dependido en exceso de un tipo de cambio sobrevaluado para combatir la inflación, lo cual está drenando las reservas, atrayendo importaciones y perjudicando a la industria local. A pesar de haber perdido cerca de un 6% de su valor en el último mes, muchos economistas creen que el peso sigue estando demasiado fuerte. Si bien el objetivo general de recortar el despilfarro estatal es loable, algunas decisiones específicas de Milei -como frenar la inversión en infraestructura o desmantelar el presupuesto científico- responden más a la ideología que al sentido común. Tampoco ha habido mucha consideración por medidas que el Estado podría adoptar para mitigar los daños de los recortes y ayudar a la economía real. Esto debe cambiar, ya que el aumento del desempleo y la caída en el nivel de vida están erosionando el apoyo popular que Milei ha presentado como su principal fuente de legitimidad. Reformas importantes, como una modernización de las rígidas leyes laborales del país o grandes privatizaciones, no han avanzado porque el oficialismo no cuenta con mayoría en el Congreso. Pero en lugar de negociar apoyo, Milei ha preferido gobernar por decreto y ha alejado a potenciales aliados con insultos burdos y una adhesión divisiva a las guerras culturales al estilo Trump. El FMI observa con nerviosismo, tras haber comprometido recientemente otros u$d 20.000 millones a un país con un historial de impagos que además es su principal cliente. Ejecutivos e inversores tienen sentimientos encontrados. La mayoría respalda el ambicioso plan del presidente para transformar una de las economías más reguladas y distorsionadas del mundo. Pero aún no están convencidos de que sus reformas sean sostenibles. Hasta que lo estén, no abrirán sus billeteras. La inversión extranjera directa en Argentina cayó más de la mitad el año pasado, hasta apenas u$d 11.600 millones. Fuera de los sectores petrolero y minero, las multinacionales se han destacado más por vender activos argentinos que por adquirirlos. Total y Telefónica son algunos de los ejemplos recientes. El plan de Milei para transformar Argentina enfrentando la arraigada oposición peronista ha funcionado en el corto plazo. Pero las elecciones legislativas de medio término en octubre podrían marcar un punto de inflexión. Si quiere consolidar sus reformas, Milei debe ganar muchos más legisladores. Fracasar podría desatar la misma inestabilidad de mercado que socavó a varios de sus antecesores. Para lograrlo, el economista libertario deberá abandonar su rigidez ideológica, escuchar críticas constructivas y conquistar al centro político para crear un consenso duradero a favor del cambio. De lo contrario, Argentina corre el riesgo de enfrentar una nueva tragedia política y económica.