"Lo viejo funciona, Juan." La frase, salida de El Eternauta, estalló en las redes como un grito de cordura en un mundo obsesionado con lo nuevo. Y no es casualidad. En la era de la innovación permanente, la obsolescencia programada y la carrera laboral que todavía muchos imaginan como una línea recta (ingreso, ascenso, jubilación) recordar que lo viejo puede ser valioso suena casi revolucionario. Y sin embargo, en la mayoría de las organizaciones, lo viejo se desprecia. Sistemas, procesos, y muchas veces, personas. Hay un sesgo contra todo lo que tiene algunos años encima. La paradoja es que, en muchos casos, es justamente eso lo que sostiene a las empresas desde las sombras. Un meta estudio titulado Evaluating Six Common Stereotypes about Older Workers with Meta-Analytical Data (Ng y Feldman, 2012), que abarca más de 400 investigaciones, derriba los estereotipos comunes sobre trabajadores mayores. No son menos productivos, ni menos comprometidos, ni más resistentes al cambio. Solo una generalización tuvo sustento empírico: que son ligeramente menos propensos a buscar nuevas capacitaciones. En todo lo demás, rinden tanto o más que sus colegas jóvenes. Pero en la práctica, muchas organizaciones los dejan fuera. El problema no es de rendimiento. Es de percepción. Y eso no solo afecta la contratación. También impacta en cómo se valora el talento interno. Una encuesta reciente de CEO en Camiseta, con más de 600 participantes, mostró que apenas el 9% cree que su trabajo actual será el último. El 91% ya da por sentado que habrá más cambios, más etapas, más reinvenciones. La idea de una carrera lineal está muerta, pero muchos sistemas de gestión de talento siguen actuando como si viviéramos en los años 80. El problema no es solo de las empresas. Muchas veces, somos nosotros quienes nos volvemos obsoletos. Como si tuviéramos obsolescencia programada. No porque alguien la haya definido, sino porque dejamos de actualizar la versión de nosotros mismos. Dejamos de aprender, de desafiar nuestras ideas, de probar herramientas nuevas. La persona que fuimos, la que creció por hambre y curiosidad, empieza a estancarse. La experiencia no caduca, pero necesita mantenimiento. En paralelo, cuanto más tiempo pasamos en una organización, más difícil se vuelve salir. No porque falten opciones, sino porque nos volvemos parte del mobiliario. Eso genera una tensión: deberíamos valer más con el tiempo, pero muchas veces terminamos valiendo menos. El sistema no está diseñado para reconocer la experiencia si no viene en envase nuevo. A esto se suma el hallazgo del experimento de Neumark, Burn y Button (2019), publicado como Is It Harder for Older Workers to Find Jobs? en Journal of Political Economy: tras enviar más de 40.000 CVs simulados, los investigadores encontraron evidencia contundente de discriminación por edad en los procesos de selección, especialmente contra mujeres mayores. No se trata de intuiciones ni sensaciones. Es un sesgo activo que deja talento afuera y conocimiento sin transferir. Curiosamente, hay un ámbito donde lo viejo sigue funcionando sin discusiones: el liderazgo. No hablo de cargos, sino de la capacidad de inspirar, de sostener a un equipo en la tormenta, de comunicar con claridad en la incertidumbre. Eso no se actualiza con versiones nuevas ni con cursos express. Es una función humana, esencial y atemporal. Pero incluso ese liderazgo necesita actualizarse. No desde la forma, sino desde el fondo: entender que el respeto no se exige, se gana todos los días. Que lo que me trajo hasta acá no me llevará necesariamente más lejos. Si realmente queremos maximizar los resultados de las empresas, hace falta revisar las decisiones que estamos tomando sobre lo viejo. Sistemas, procesos, personas. No todo lo viejo sirve, pero tampoco todo lo nuevo mejora lo anterior. La clave está en distinguir. En combinar. En tener el coraje de sostener lo que funciona, aunque no luzca moderno. "Lo viejo funciona, Juan." Y entender eso no es mirar al pasado. Es prepararse mejor para el futuro.