La violenta embestida contra las instituciones brasileñas que protagonizaron los seguidores del expresidente Jair Bolsonaro, dejó a la vista una herida social profunda. El gobierno de Luiz Inacio Lula Da Silva se ocupó el domingo de frenar la hemorragia y aplicar una sutura que detendrá sus efectos inmediatos en el sistema político. Pero enfrenta un riesgo mayor: validar como mensaje que no todos son aptos para ser parte de la democracia. Los países tienen una Constitución y un sistema de leyes que todos los ciudadanos (también sus gobernantes) deben respetar. Quienes infringen este marco legal deben ser sancionados con rigor institucional. Pero excluirlos de ese sistema no es la salida. Bolsonaro nunca tuvo una prédica institucionalmente constructiva. Sembró dudas sobre el sistema electoral sin aportar fundamentos (cuestionó sin pruebas fehacientes el sistema de voto electrónico brasileño, pese a haber sido custodiado por sus funcionarios). Como era de esperar, no aceptó el resultado favorable a Lula y alentó a sus seguidores a hacer lo mismo. Desde que se completó la segunda vuelta que ganó el líder del PT, grupos de bolsonaristas acamparon frente a unidades militares reclamando la intervención de las fuerzas armadas. Pero el domingo cruzaron una raya, que desde su estadía en Orlando el expresidente no se molestó en contener. Lula consiguió una victoria táctica. Los destrozos causados a las tres sedes de los poderes constitucionales (que por la propia arquitectura de la Ciudad, están a poca distancia unos de otros, unidos por una explanada) le permitieron desarticular a todo el movimiento. Algunos analistas aseguran que dejó crecer la manifestación para luego cortar la cabeza, pero otros hablan de alineamiento del propio gobernador del distrito federal (razón por la que un juez lo suspendió por 90 días), y de negligencia dentro de su propio gabinete, que no hizo movilizar fuerzas leales antes de que el disturbio se fuera de cauce. Lula tiene ante sí un país dividido. Pero no podrá llevar adelante una agenda de desarrollo y crecimiento si pretende hacer pie en esa división. Es el mismo riesgo que afronta la Argentina, en donde otra vez la política busca sostener la grieta entre buenos y malos, democráticos y antidemocráticos, liberales y antiliberales. Hay países con una cultura democrática igual de profunda que la Argentina, donde nadie se plantea hacer una línea de exclusión. El límite es la ley, y su respeto es un mandato inquebrantable. La democracia no tiene dueños. Es de todos.