Por alguna razón, estas últimas semanas se ha profundizado la publicidad en redes sociales de plataformas donde la exposición de la intimidad aparece como salvación económica. No se trata de un fenómeno nuevo, pero sí de una aceleración en su legitimación pública: ahora ya no es algo marginal o tabú, sino un camino que se promociona abiertamente como salida ante la falta de ingresos estables, el desempleo o el hartazgo con el sistema laboral tradicional. La economía de la atención encontró en el cuerpo una nueva unidad de valor. Y eso merece reflexión.

Vivimos en un tiempo donde ser visto se volvió más importante que ser. Y eso tiene consecuencias concretas. El dinero, lejos de ser un instrumento neutro, se volvió emocional, simbólico, performativo. Lo que ganamos no sólo nos da recursos: nos da estatus, reconocimiento, sentido de pertenencia. En este contexto, el cuerpo deja de ser territorio íntimo para convertirse en capital. Capital de deseo, de visibilidad, de impacto. Capital emocional. Y cuanto más atractivo, disruptivo o provocador sea ese cuerpo, mayor será su capacidad de captar atención y, por tanto, dinero.

La economía de la atención no se basa en el intercambio de bienes o servicios, sino en el intercambio de energía psíquica. Vender atención implica exponerse a un flujo constante de demanda emocional. Es un trabajo que no termina cuando se apaga la cámara. Sigue con los comentarios, los mensajes, las métricas, la autoevaluación permanente. El yo se convierte en producto, y eso es una carga muy difícil de sostener cuando no hay acompañamiento emocional, ni marco legal, ni herramientas de autocuidado.

Hacernos preguntas no es condenar. Es abrir la conversación. Porque si sólo celebramos a quienes ganan exponiéndose sin hablar de los costos, dejamos en silencio a quienes se sienten mal pero no pueden parar. La economía de la atención es el nuevo campo de batalla del bienestar, el mismo donde habitan las estafas, los esquemas ponzi y la ludopatía. Y como sociedad, tenemos la responsabilidad de acompañar, no de romantizar.