

La vida adulta en el espectro autista, ante la justicia y los derechos humanos que se vuelven fantasmas, discursos pisoteados que no alcanzan las paredes húmedas ni los techos frágiles de quienes sobreviven en silencio.
Cuando el año empieza a bajar la velocidad, acercándose a su fin, también se reduce la paciencia social. Quedan a la vista, con más crudeza, los desafíos que atravesamos las personas adultas con diferentes discapacidades. En esos márgenes habitan muchos que a menudo son desestimados por no tener otra condición asociada al autismo, por ser simplemente autistas o Asperger. Porque el autismo no es solo infancia y terapias, es adultez, soledad, no acceder a un trabajo; es un camino entero que sigue latente, aunque ya no haya intervenciones, ni profesionales tomando apuntes, ni siquiera el hogar en el que antes se vivía para sostenerse.
Hoy quiero traer una de esas vivencias. Una de las que se multiplican en nuestro país, con la esperanza de que la calidad de vida de cada persona mejore, o al menos que no seamos desechados en la adultez por la sociedad como si fuéramos una moda descartable.
Un relato que me atravesó y tal vez toque algo en ustedes, el de Elizabeth Moreno, una mujer autista de 57 años, diagnosticada hace apenas cuatro por la doctora Alexia Rattazzi gracias a una beca de la ONG PANAACEA (Programa Argentino para Niños, Adolescentes y Adultos con Condiciones del Espectro Autista). Elizabeth me lo contó con un alivio humilde: fue la primera vez que alguien se sentó a escucharla sin apuro, sin subestimarla, sin esa mirada que intenta corregir en vez de comprender.

Elizabeth vive sola con Alan, su hijo de 27 años, también autista. Él cursa en la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ), segundo año de Desarrollo y Producción de Videojuegos. Dice ella que es la única institución que lo recibió tal como es, con los apoyos necesarios para avanzar. A Elizabeth se le ilumina el rostro al hablar de él; lo observa estudiar como quien mira una llama persistente en medio de su propio desierto.
La vida tuvo un quiebre. Vivían en un departamento alquilado hasta que su marido se fue, dejándola sola con sus hijos y sin posibilidad de sostener el alquiler. La única alternativa fue la casa de sus abuelos maternos. Una construcción antigua que, con el tiempo, se volvió una trampa: no tiene agua. No es metáfora. No tiene agua.
La juntan de la lluvia cuando pueden, y cuando no, caminan con envases hasta la casa de los vecinos, que les dan lo que pueden. Para beber, compran bidones de dispenser, si alcanza el dinero.

Intentó hacer una perforación nueva, se endeudó y no funcionó.
El baño es una letrina. Una escena que cualquiera ubicaría siglos atrás, pero que sucede hoy, en el conurbano bonaerense.
La casa tiene electricidad y un servicio de internet que instaló solo para que Alan pudiera estudiar. Ese gesto es Elizabeth, alguien que sostiene aun cuando casi nada la sostiene a ella.
Trabajó toda su vida como enfermera domiciliaria hasta que una enfermedad autoinmune la obligó a detenerse. Aun así, insiste en que podría volver a trabajar si encontrara un puesto que pudiera hacer sentada. “No quiero resignarme”, repite, a pesar de que los hechos concretos no la acompañen. Su único ingreso —me refiere— es una pensión no contributiva que ronda los $ 270.000.
Pidió ayuda en su distrito. Cuenta que técnicos y profesionales se acercaron a evaluar la vivienda y le indicaron que está en riesgo de derrumbe. Cada tormenta es un examen de fe. Elizabeth no duerme, escucha el techo vibrar, calcula por dónde podría ceder y reza para que no se caiga sobre ellos.

Lo que pide no es extraordinario, una vivienda digna. Agua, un baño, un techo firme. Un lugar desde donde retomar la vida y trabajar. Esta última palabra, tan codiciada por quienes integramos esta comunidad —en la que insistiré una y otra vez: el 80% está desocupada—. Estamos hablando de derechos humanos básicos; para vivir, es más urgente un ingreso que permita sobrevivir que la propia soledad que rodea a esta comunidad.
Elizabeth dice que a veces le cuesta levantarse de la cama. Que no tiene amistades. Que no está acostumbrada a que alguien la escuche. Esa es, tal vez, la realidad de las personas autistas en su gran mayoría: no ser oídas.
“Se habla mucho de inclusión”, me dice, “pero yo me siento abandonada”.
Quizá la inclusión empiece también acá, mirando de frente a quienes viven sin nada, aferrados a la simple ilusión, aun en la adultez, de que la vida puede mejorar un poco, aunque nadie se acerque a acompañarla. Para activar la economía del país, es necesario convivir con todas las discapacidades, incluyendo a los autistas de alto funcionamiento, que tenemos la dolorosa conciencia de la realidad que atravesamos.
La erradicación de la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Nelson Mandela.
Para quienes deseen tenderle una mano, estos son sus contactos:
- Instagram: @elizabethmyriamoreno
- Mail: avefenix170368@gmail.com














