Revisar los pilares del modelo para retomar el sendero de crecimiento 

En ciertos aspectos, el debate económico actual continúa ‘varado en el tiempo‘. Encabezando la lista se encuentran las teorías que bregan por la liberación indiscriminada del mercado (y que los agentes económicos se muevan sin regulación alguna) y la resolución de los desequilibrios mediante permanentes ‘apretones‘ monetarios y fiscales y rígidos vínculos ex ante entre flujos de ingresos y gastos (aún en tiempos de recesión). Sus adeptos (hoy un poco de ‘capa caída‘) sostienen que a través de la represión del gasto (público y el de las familias) automáticamente desaparecerán las inconsistencias y, sin pérdidas de bienestar, habrá estabilidad y un acceso seguro al sendero de desarrollo económico.

Estas recomendaciones tienen calan profundamente en una numerosa porción de la población porque se supone que, ineludiblemente, solidifican la confianza (tranquilizan a los acreedores), incrementan la reputación en el mercado financiero y siempre atraen inversiones. Haciendo estos ‘necesarios ajustes‘ no agresivos para los sectores más expuestos (sostienen), las empresas invertirán fluidamente y crearán empleo gracias a la utilización de los recursos liberados por la baja del gasto (improductivo e innecesario) del Estado y las familias. 

Estas teorías suelen aplicarse mediante una disminución del gasto público (vía objetivos de superávit fiscal primario), logrado a través de recortes en el área de las ayudas sociales y la promoción de la ciencia y la tecnología, primeros en la lista de bajas por sus rendimientos inciertos en el tiempo (los subsidios se transforman en ‘una mala palabra‘), y el establecimiento de rigurosas pautas monetarias, salariales y cambiarias.

La teoría asegura que desinflando la demanda interna instantáneamente se acelerarán las exportaciones y, así, habrá dólares para importar bienes necesarios y/o mantenerlos en el Banco Central bajo la forma de reservas. Congelando el gasto interno (inadecuado para el ingreso en ese momento), supuestamente desaparecerán las eternas restricciones de divisas y, por ende, las recurrentes crisis de balance de pagos (no habrá devaluaciones).

Se visualizarán superávits de balanza comercial y cuenta corriente y constantes escenas de estabilidad cambiaria garantizadas por decisiones libres de oferta y demanda en el marco de un mercado armónico y previsible. Mediante el funcionamiento de ese modelo, desaparecerían la inflación, el desempleo y las crisis financieras debido al profundo disciplinamiento (y la toma de conciencia) al que previamente serían sometidos el orden micro y macroeconómico. 

Sin embargo, en toda la secuencia descripta, donde el salto a la calidad estaría garantizado, se omite responder algunas preguntas clave. Entre ellas: ¿cuál sería el lugar socioeconómico futuro de quienes hoy fueran parte de ese plan de ajuste? No se menciona porque, posiblemente, muchos ingresarían por un buen tiempo al mundo de la desocupación, la pobreza y el desaliento. A diferencia de esto, este marco teórico optimista asegura que: 1) la pérdida de un puestos trabajos improductivos implicará un avance social cualitativo porque significará la creación de más empleos productivos (no se indican tiempos de espera de quienes quedarán parados); 2) no habrá dudas asociadas a eventuales incumplimientos de contratos porque ingresarán oleadas de inversiones a la economía; 3) las instituciones no tendrán demasiado trabajo pero, si lo tuvieran no serían costosos para la sociedad (el sistema judicial estaría preparado: sería efectivo y eficiente) y 4) los individuos entenderían a la perfección el panorama general presente y futuro porque en el mercado operarían libremente personajes que ‘lo conocen todo, y lo conocen de antemano; vale decir, conocen todo lo que pueden y necesitan conocer para deducir, frente a cursos de acción alternativos, todas las consecuencias relevantes con respecto a sus utilidades‘ (Leijonhufvud, 2000). 

Con más o menos de estos matices, en la Argentina esta corriente de pensamiento procuró encauzar el el crecimiento económico durante todos estos años. Estaba convencida que, recomendando estas prácticas, el modelo era el adecuado para alcanzar ese objetivo.

Sin embargo, los números nunca convalidaron esos pronósticos. Ahorrando (y cerrando déficits), el consumo implosionó (y también la demanda agregada), los indicadores sociales se deterioraron y la esperada mejora de la confianza (generadora de inversiones) nunca estuvo entre los niveles esperados. La irrestricta apertura económica (en los frentes comercial y financiero), empeoró el estado de situación. Los mecanismos de determinación de variables nominales totalmente liberados a los antojos del mercado, expuestos a toda forma de shock circundante (de origen interno o externo) introdujeron inestabilidad, incertidumbre y riesgo. Súbitamente, este escenario removió las estructuras del modelo (por primera vez) en abril de 2018, momento desde el cual la economía nunca más se recuperó.

La suba del tipo de cambio incorporó más inflación que competitividad a los saldos exportables y obligó al Banco Central a decidir entre intervenir en el mercado de cambios (perder reservas internacionales obtenidas por la ayuda del Fondo Monetario Internacional -FMI-), dejar flotar la cotización del dólar (permitir que siga subiendo convalidando pasaje a precios) o incrementar la tasa de interés (secar de dinero la plaza) y, en paralelo, ‘mutilar‘ el mercado interno de créditos y la actividad productiva. Toda esa sucesión de inconsistencias menoscabó las expectativas y agravó el escenario de inflación con recesión (estanflación), emergiendo a toda velocidad una inesperada (sólo para los artífices del modelo) pérdida de bienestar que catapultó el malhumor social (pese a que, en paralelo, mejoraba la salud de las cuentas públicas y externas y avanzaba se avanzaba en los objetivos de ahorro macroeconómico). Con la venia del FMI aparecieron las ventas de divisas (intervención) y las subas automáticas de las tasas de interés, quedando sin protección (o sea, expuesta a la buena del mercado) la totalidad del proceso de determinación de los niveles empleo y salario. 
 
Aunque en los malos resultados hubo aportes hechos exógenos negativos (como la política monetaria de los Estados Unidos, la arancelaria de China, la política comercial del bloque europeo, los ínfimos costos laborales de Asia o la ausencia de ‘viento de cola‘ en materia de precios de commodities y bajas tasas de interés global, entre otros), hoy menos analistas dudan en que si se hubiera contado con suficientes ‘antígenos‘ administrados por la política económica al menos algo de ‘ese contagio internacional‘ pudo haber se evitado. No obstante, entre líneas, los lineamientos de la política económica prefirieron quedarse con aquella ‘idea natural‘ que define a ‘una economía de mercado como una economía de pérdidas y ganancias //à// con un mecanismo de selección natural de buenos empresarios‘ (Rothbard, 2012). 

Si una política económica más activa (no pasiva como la anterior) hubiera impulsado el crecimiento económico vía un proceso coordinado de shocks exógenos de gasto público, créditos y salarios para activar la demanda (sintonizando con la evolución del tipo de cambio) y mecanismos de contención social, habrían podido recrearse incipientes esquemas regulados (no asfixiantes para el sector privado) e implantarse una demanda adecuada para distintos niveles de producción y empleo y sentarse las bases para transitar hacia la construcción de un capitalismo nacional. ‘El plan de ahorros‘, guionado en numerosos aspectos, construyó las bases de ‘un crecimiento económico escuálido‘ y permeable, ideal para la siembra de desempleo, pobreza e inseguridad social (tal como lo señalan los números). Más allá de ‘la tormenta financiera y cambiaria‘ de estos días, la economía argentina necesita crecer inmediatamente porque, así como está planteado el modelo, el futuro será poco promisorio tal como lo asegura el FMI cuando afirma que ‘la proyección de crecimiento para 2019 se ha revisado a la baja y ahora para 2020 se prevé una recuperación más moderada (World Economic Outlook del FMI, Julio 2019)‘. 
 

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