Instituciones del capitalismo (II): la competencia

En su obra La riqueza de las Naciones, Adam Smith, adelantándose más de 200 años a su tiempo, sentó las bases del crecimiento moderno dónde jugaban un rol fundamental los rendimientos crecientes (la fábrica de alfileres), los intercambios voluntarios y el orden espontáneo (mano invisible) en un contexto de mercados libres, el ahorro como fuente de financiamiento de la inversión, el trabajo duro, el aprendizaje con la práctica y el progreso técnico, con un Estado reducido y dinero metálico.

Si bien estos elementos trabajan de un modo consistente en la visión de Smith, en el mundo neoclásico, la idea de la fábrica de alfileres está de patadas con la mano invisible (acorde con la visión de Pareto donde cada agente maximiza su función objetivo) ya que en principio, salvo existencia de una restricción física en la dotación de factores, un función de producción creciente no permitiría obtener una función de oferta en la cual los beneficios son maximizados.

Sin embargo, en Smith, los clásicos y los austríacos, la idea de competencia se sitúa en otro nivel de abstracción. Para todos estos, el criterio fundamental es el poder de negociación de cada individuo (actuando como un comprador o un vendedor) sobre el precio de un bien y en que medida ese poder deriva en una capacidad para obtener ganancias superiores al promedio. Evidentemente, con excepción de períodos transitorios, un poder de esta clase sólo es concebible cuando falta la libre movilidad de factores, lo cual, la mayoría de las veces es fruto de la intervención del Estado.

Al mismo tiempo, la evidencia empírica avala la visión de dicho grupo, ya que si uno analiza la evolución del PIB mundial per-cápita desde el inicio de la era cristina, si bien se multiplicó por 19,5, durante los últimos 200 años, el ingreso per-cápita aumentó 13,9 veces con una población que se multiplicó por siete. Esta situación pone en jaque a la economía neoclásica, ya que la presencia de rendimientos crecientes se asocia con la concentración económica, la cual se la considera negativa, al tiempo que la explosión de crecimiento llevó el nivel de pobreza extrema del 95% al 5% en el dicho período. Por lo tanto, sería hora de tirar por la borda un concepto tan nefasto como el óptimo de Pareto, el que, entre otras cosas, se lleva de patadas con el progreso tecnológico.

En función de todo ello, resulta pertinente volver al concepto de competencia que viene de Adam Smith. En el mismo, todo competidor que actúe dentro del sistema de la empresa libre deberá estar dentro de los precios vigentes en el mercado. Para poder sobrevivir, sus costos de producción deben ser inferiores a dichos precios y cuanto más bajo sean sus costos con respecto de los precios de mercado, mayor su margen de ganancias y mayores serán sus posibilidades para expandir su empresa y su producción.

Por otra parte, si enfrentara una situación de pérdidas durante un período prolongado, no podrá sobrevivir y terminará quebrando. Así, el efecto de la competencia consiste, pues, en sacar constantemente la producción de las manos de los menos competentes y ponerla más y más en los más eficientes. Dicho con otras palabras, la libre competencia promueve constantemente métodos cada vez más eficientes de producción y tiende a reducir constantemente sus costos.

Además, la competencia capitalista o de libre mercado rara vez sólo se limita a una lucha por reducir el costo de un producto homogéneo. Casi siempre se trata de competencia para mejorar un producto específico. Así, durante el último siglo y medio se ha tratado de una competencia por presentar y producir productos o medios de producción completamente nuevos, cuyo efecto ha sido un aumento enorme en las comodidades vitales y el bienestar material de las habitantes del planeta.

Por lo tanto, la competencia capitalista es un estímulo para el mejoramiento y la innovación, el principal aliciente para la investigación, el mayor incentivo para la reducción de costos y para el desarrollo de nuevos y mejores productos, así como de una mayor eficiencia en todos los órdenes.

Sin embargo, durante el último siglo la competencia capitalista ha estado bajo el constante ataque de socialistas. Se la ha tachado de salvaje, egoísta, asesina y cruel. Nada puede ser más falso y absurdo, a menos que nos parezca razonable comparar la competencia que se produce para proporcionar a los consumidores bienes nuevos y/o mejores a precios más bajos con el asesinato mutuo. Quienes critican a la competencia no sólo derraman lágrimas por las desgracias que causa a los productores ineficientes, sino que además se indignan ante las ganancias excesivas que obtienen los exitosos. Este llanto y resentimiento existen porque los críticos no comprenden la función que cumple la competencia a favor del consumidor y el bienestar social.

En definitiva, los críticos de la competencia olvidan que ésta implica una forma de cooperación económica y que deriva en la maximización del bienestar fruto de la división del trabajo.

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