

Murió sin admitir ni reconocer los crímenes de Lesa Humanidad que ordenó y por los que fue varias veces juzgado durante los 30 años que lleva el país, ininterrumpidos, de democracia. Condenado varias veces, indultado una vez por Carlos Menem, y en medio de un nuevo juicio, así murió. Y murió reivindicando sus decisiones y las de sus “compañeros de armas”, a los que defendió en alta voz y con la misma firmeza marcial que lo caracterizó y que tan conocida nos es a los argentinos. Murió detenido en una cárcel común y eso lo diferencia de Augusto Pinochet, el dictador chileno que como él condujo los años de plomo del vecino país pero que al morir en diciembre del año 2006 no había sido aún alcanzado por la Justicia.
Asumió ante la opinión pública en los procesos judiciales y en al menos un par de reportajes su liderazgo en la peor y más cruenta dictadura en la Argentina aunque justificando sus más sangrientas decisiones y desconociendo a los tribunales a los que acusó de haberlo condenado ya antes de iniciados los procesos.
En febrero del año 2012 declaré en una causa en la que era el principal imputado. Se suponía que el mío sería un testimonio colateral y que me retiraría rápidamente. Me citaron por mi investigación periodística en el libro “De vuelta a casa, historias de hijos y nietos restituidos” que incluso estaba incluido como prueba del proceso. Allí recojo los testimonios de las víctimas más pequeñas de la última dictadura, los niños robados en las maternidades clandestinas. Se suponía que sería breve mi intervención pero uno de los abogados, a quien no conocía pero de inmediato intuí que era el suyo y así me lo confirmaron luego, me atosigó intentando dar por tierra todas mis afirmaciones e invalidar mis dichos.
Tengo dos desaparecidos en mi familia y conozco a muchas víctimas del terrorismo de estado. Sin embargo juré decir la verdad y nada más que la verdad porque sí creo en la Justicia, a pesar de muchas cosas que han ocurrido y ocurren en nuestro país. Y eso dije. Lo que me constaba, lo que oí, lo que escuché, lo que investigué.
Lo que intentaba el letrado que no se probara es que hubo un Plan Sistemático diagramado desde las más altas esferas del poder sino hechos casuales que se sumaron y se reiteraron sin que nadie los ordenara.
Casi quinientos chicos robados en las maternidades clandestinas de las que hay decenas de testimonios y pruebas y 107 hombres y mujeres que recuperaron su identidad confirman mis dichos y el pequeño aporte a la megacausa como fue un documento secreto de la ex ESMA en el que constaba la detención de toda una familia, padre, madre y dos niños pequeños.
Ese día Jorge Rafel Videla no estaba presente en el juicio pero sí la tarde en que fue leído el veredicto. Fue la única vez en que lo ví personalmente y lo que más me impresionó ese día fue que ocultara con altivez sus esposas y que los custodios se las quitaran sin que el público las viera. Fue el único de los condenados en mostrarse así. Y el que entró primero con todos los demás caminando detrás suyo. Estaba claro quién era el jefe.
El Plan Sistemático por el robo de bebés fue probado en aquel largo juicio por el que recibió él la máxima condena, mucho más que el resto de los imputados. Fue la presidenta del Tribunal Oral Número 6, María del Carmen Roqueta, quien leyó cada condena y explicó que estaba probada una práctica sistemática de robo de bebés y apropiación de la identidad. Cuando lo dijo, alzó su voz y pronunció lentamente cada palabra de manera que casi anticipó cuál sería el tono del fallo que compartió con los jueces Julio Luis Penala y Domingo Altieri.
La primera condena fue a Videla: 50 años con reclusión perpetua al ser considerado el mayor responsable de una práctica que se instrumentó en el marco del plan de extermino que incluyó secuestros, tortura y desaparición de personas.
Como testigo estaba sentada en un lugar privilegiado entre el público. A mi lado estaba uno de aquellos bebés robados, Carlos D’Elía Casco, hijo de uruguayos que en el marco del Plan Cóndor fue apropiado y sus padres desaparecidos. Apenas la jueza Roqueta leyó la condena lo miré y le pregunté qué sentía y recordé la tarde fría en que juntos fuimos a conocer el Pozo de Banfield donde él nació y de donde fue sacado tan rápido que ni siquiera limpiaron su cuerpo antes de envolverlo en papel de diarios para entregarlo en una esquina del conurbano bonaerense. Me dijo Carlos que eso es lo que tenía que suceder. Pero que no había nada que festejar. Estaba muy serio.
Aquel día y hoy en que la muerte alcanzó a un genocida, coincido con él.














