

150,000 pesos. Ese será el aguinaldo que recibirá Claudia Sheinbaum este diciembre, tras la ampliación de esta prestación a 40 días para todo el sector federal. La medida, publicada en el Diario Oficial de la Federación (DOF), aplica a funcionarios federales, personal del ejército, diplomáticos, pensionados y trabajadores por honorarios pagados con recursos del erario público.
La noticia circuló con la inevitable carga de indignación selectiva que caracteriza el debate público. Para algunos, es un escándalo que la mandataria reciba en un mes lo que un trabajador de salario mínimo ganaría en casi dos años. Para otros, resulta llamativo que la discusión se concentre en 150,000 pesos mientras la corrupción sistémica mueve miles de millones sin generar un escrutinio comparable.
El Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) 2025 ayuda a contextualizar las cifras. Según el documento, la presidente percibirá 2.8 millones de pesos anuales, de los cuales 2.3 millones corresponden a sueldos y salarios y 575,364 pesos a prestaciones. El anexo 23.1.3 detalla que su sueldo mensual asciende a 134,290 pesos netos, sin considerar impuestos ni beneficios adicionales.
Más allá de las reacciones, la discusión que queda sobre la mesa es qué revelan estas percepciones sobre la forma en que México valora el ejercicio del poder público.

Cuando la austeridad se vuelve teatro
El discurso de la austeridad republicana dominó el paisaje político de México desde 2018. Fue eficaz como narrativa, performativo como símbolo y profundamente popular entre un electorado cansado de excesos. Pero como política pública, plantea una pregunta incómoda: ¿puede un país del tamaño y complejidad de México permitirse un Estado barato?
Pongamos las cifras en perspectiva. El salario bruto anual de Claudia Sheinbaum Pardo es de aproximadamente 2,877,510 pesos mexicanos, según el Proyecto de Presupuesto de la Federación para 2025. Su salario neto mensual es de alrededor de 134,290 pesos, y sus prestaciones anuales suman cerca de 575,364 pesos.
Si se compara con el sector privado, la diferencia no es tan pronunciada. Este ingreso es apenas la mitad de lo que percibiría un abogado senior en una firma corporativa de la Ciudad de México (entre 40,000 y 50,000 pesos mexicanos), según datos de Indeed.
Los ejemplos ayudan a aterrizar la discusión. En áreas altamente especializadas —como ciberseguridad o análisis de datos— varias dependencias reportaron dificultades para retener personal capacitado, pues los límites salariales establecidos por la austeridad dejan el Estado muy por debajo de lo que ofrece la industria privada.
Lo mismo ocurre en sectores clave como infraestructura y energía, donde ingenieros con experiencia migran hacia el sector privado ante la imposibilidad de competir con sus salarios.
No se trata de justificar privilegios, sino de reconocer una realidad: México es la decimoquinta economía mundial, con más de 128 millones de habitantes, fronteras con una superpotencia y con centros de poder criminal, desafíos ambientales que abarcan dos océanos y tres zonas climáticas, y una complejidad institucional que haría sudar a cualquier administrador. ¿Cuánto vale dirigir eso?
La comparación regional resulta aún más reveladora cuando se observan los sueldos brutos mensuales de los mandatarios en 2024, según datos de DW.
Brasil paga a su presidente alrededor de 6,205 dólares, mientras que Colombia destina unos 9,513 dólares y Chile cerca de 8,092 dólares. Argentina, golpeada por crisis económicas persistentes, apenas llega a 4,785 dólares. México, queda en un punto intermedio que incomoda a todos: demasiado alto para quienes creen que gobernar implica sacrificio, demasiado bajo para quienes sostienen que el talento —incluso en el sector público— debe pagarse.

La falacia de los extremos
Pero centrarse únicamente en el salario presidencial es quedarse en la superficie del debate. El punto de fondo no es cuánto gana Claudia Sheinbaum, sino cómo está estructurado el sistema completo de compensaciones del Estado.
Ese aguinaldo de 150,000 pesos es solo una pieza dentro de un esquema donde las prestaciones representan alrededor del 20% del ingreso total, donde conviven categorías laborales muy distintas entre sí y donde las mayores distorsiones suelen encontrarse no en la cúpula, sino en los niveles intermedios de la administración pública.
México, por ejemplo, tiene asesores eventuales que perciben ingresos superiores a los de funcionarios de carrera con décadas de experiencia. Existen también bases sindicales con prestaciones muy por encima de las que reciben trabajadores contratados bajo esquemas temporales. Y persisten estructuras de compensación complejas, difíciles de comparar entre dependencias y poco transparentes para la ciudadanía.
En ese contexto, el aguinaldo presidencial termina siendo apenas la parte más visible de un conjunto mucho más amplio y heterogéneo.
El costo real de la mediocridad institucional
Existe un argumento poco popular pero necesario: ofrecer remuneraciones competitivas para puestos de alto nivel puede ser una inversión en buen gobierno.
No porque los funcionarios deban recibir privilegios especiales, sino porque la alternativa puede generar costos mayores en términos de capacidad institucional. Cuando el Estado no puede atraer perfiles altamente calificados, suele terminar con dos tipos de servidores públicos: quienes aceptan el cargo por vocación, aún a costa de ingresos más bajos, y quienes ingresan con habilidades que podrían estar mejor remuneradas en el sector privado.
Una tercera categoría —aquellos que podrían ver en el servicio público una oportunidad de obtener beneficios indebidos— es, históricamente, la más riesgosa. La evidencia regional muestra que los salarios bajos no garantizan mayor honestidad, y que, en muchos casos, estructuras salariales poco competitivas pueden dificultar la profesionalización del servicio público.
México invierte miles de millones de pesos en mecanismos de combate a la corrupción: sistemas de fiscalización, plataformas de denuncia, auditorías y programas de transparencia.
En ese contexto, vale considerar si parte del enfoque debería incluir también la creación de un entorno laboral donde trabajar para el Estado resulte atractivo por razones profesionales, no solo por vocación.
La pregunta que nadie hace
Entonces, ¿está bien que Sheinbaum gane 150,000 pesos de aguinaldo? En realidad, esa no es la pregunta relevante. Lo que México debería plantearse es si esta prestación forma parte de un sistema de compensaciones coherente, capaz de atraer talento, reducir incentivos a la corrupción y sostener la legitimidad pública. Y, hoy por hoy, la respuesta sigue siendo incierta.
No porque el monto sea desproporcionado, sino porque opera dentro de un esquema fragmentado, resultado de décadas de ajustes improvisados. Un sistema donde las prestaciones se acumulan sin una lógica integral, donde los criterios de diseño son opacos y donde la discusión suele llegar tarde, cuando la indignación ya está instalada.
El debate sobre el aguinaldo presidencial importa no por los 150,00 pesos en sí, sino porque expone una dificultad crónica: México aún no logra tener conversaciones serias sobre cómo debe funcionar su Estado.
Pendulamos entre criticar cualquier beneficio para los funcionarios y aceptar, sin demasiado escrutinio, estructuras de compensación que pocos comprenden a cabalidad.
Más allá de la aritmética
En el fondo, lo que está en juego es el modelo de Estado que queremos construir. ¿Uno que ofrezca condiciones competitivas para atraer perfiles capaces y exigirse resultados? ¿O uno donde se espera que el sacrificio económico sea parte del oficio público, con los riesgos que ello implica para la profesionalización?
Probablemente, la respuesta está lejos de los extremos. Ni la austeridad simbólica que confunde recorte con eficiencia, ni una lógica burocrática que normaliza privilegios sin justificación clara. Lo necesario es algo más difícil pero más sano: compensaciones razonables, reglas transparentes, evaluación permanente y una visión sistémica.
En ese sentido, el aguinaldo presidencial dice menos sobre Claudia Sheinbaum que sobre el diseño institucional de México. Refleja un país atrapado entre la política del gesto y la necesidad de reformas estructurales; entre lo que aspira a ser y lo que sus reglas actuales permiten.
















