

La iniciativa de la senadora Cristina Fernández de Kirchner de reducir el número de miembros de la Corte, que, apoyada calurosamente por la oposición, fuera aprobada por ambas cámaras parlamentarias, prácticamente sin debate ni disidencias; merece celebrarse porque se trata de una respuesta tácticamente inteligente del oficialismo al claro mensaje transmitido por la sociedad misionera; porque, al declinar voluntariamente la posibilidad de cubrir cargos, aporta un novedoso aire republicano a la praxis política y disipa cierto tufillo autócrata que flotaba en el ambiente. Y porque, por una vez, tiende a conciliar con los opositores en lugar de enfrentarlos por deporte. Hechas estas consideraciones, no siendo oficialista ni opositor, querría señalar algunas objeciones a tal iniciativa, que creo que debieron haberse tenido en cuenta y debatido en el Congreso, antes de aprobar la ley. Primero cabe manifestar que lo perverso de la ampliación menemista de la Corte, mediante la ley 24.744, no fue el aumento en el número de sus integrantes, sino la abrupta ruptura de las reglas de juego y la repugnante calidad de los jueces designados, así como que la única justificación para tal movida fuera la necesidad de tener una Corte adicta, con mayoría propia.
En consecuencia, al depurar de impresentables el alto tribunal, implementar un mecanismo transparente para la nominación de candidatos y designar para cubrir las vacantes a juristas con intachables credenciales y de reconocido espíritu independiente, la administración kirchnerista, en una de las medidas más sanas y republicanas de su gestión, reparó impecablemente el estrago institucional causado por el menemismo. Así las cosas, volver a variar el número de integrantes de la Corte no tiene mucho sentido y sería un mensaje nocivo tanto para la sociedad como para la comunidad internacional, pues reflejaría la precariedad institucional de nuestro sistema. Cuando uno de los mayores problemas en este terreno es la falta de previsibilidad jurídica, una nueva modificación al status quo no parece el remedio adecuado. Por otra parte, habida cuenta la legendaria incorregibilidad de ciertos políticos (Borges dixit), es de temer lo que los dietólogos denominan “efecto rebote . Si hoy la administración K, por motivos un tanto artificiales, reduce la Corte, dejará la puerta abierta para que quienes le sucedan entiendan que el gobierno de turno puede, a su antojo, ampliar o reducir dicho órgano. Lo que también resultaría políticamente peligroso para los K cuando dejen el poder, pues, además de los oportunistas de siempre, hay en el foro más de un figurón de renombre que, de tener posibilidades de ser designado, encontraría argumentos cosméticos que servirían para justificar una nueva ampliación. El menemato demostró que los bufones, monigotes o cortesanos nombrados en la Corte o en juzgados federales al solo efecto de cubrir las espaldas de quien los designara, son intrínsecamente ineptos, fáciles de remover y, con tal de congraciarse con quien ocupa el poder, no tienen escrúpulos en traicionar a sus mentores originales. De manera que, pese a toda la buena fe que exhibe la propuesta de la senadora Kirchner y a la buena aceptación que tuvo, lo más sensato, sería que se completaran los cargos vacantes con candidatos, más o menos afines a la ideología gubernamental, pero aptos, técnica y moralmente, para integrar el órgano supremo de uno de los tres poderes del Estado.
Si algún día, Dios lo demore, se reformara la Constitución Nacional, tal sería el momento oportuno para debatir pros y contras de la cantidad de jueces que deben integrar la Corte e incluir el número que se determine en dicho cuerpo legal, lo que otorgaría a la norma el blindaje necesario como para evitar vaivenes coyunturales y paticortos, que corrompan la institucionalidad del sistema. Si lo que el Gobierno pretende es agilizar el funcionamiento de la Corte Suprema, debería crear tribunales de casación para todos los fueros, además de un tribunal estrictamente constitucional, lo que permitiría que la Corte vuelva a sus funciones específicas de cabeza del Poder Judicial, en lugar de actuar como tercera instancia procesal.
Por otra parte, si el oficialismo, como sana reacción a lo ocurrido en Misiones, está dispuesto a emprender una política de transparencia institucional republicana, debería considerar la intervención del Poder Judicial de dicha provincia, desplazando a su Superior Tribunal, cuya vergonzosa composición actual, incondicional del gobernador Rovira, fue perpetrada mediante la escandalosa remoción de los jueces con el menor atisbo de independencia y constituyó el principal apoyo para la frustrada intentona del misionero para perpetuarse, in aeternum, en el poder.










