En Islandia, Indonesia, Rumania y Ucrania se han suspendido las operaciones la semana pasada después de que el precio de las acciones se desplomara. Rusia también anunció un cierre del mercado, pero más tarde cambió su decisión.

La suspensión de la actividad en las Bolsas resulta atractiva cuando caen los mercados. Pero movimientos de este tipo no pueden restaurar la confianza y suponen costos sustanciales a largo plazo. Wall Street permaneció cerrado después de los atentados terroristas de 2001, por un buen motivo: gran parte de la estructura financiera de Nueva York estaba dañada físicamente y el pánico era inevitable. Pero el suceso era totalmente imprevisto y los movimientos del mercado no habrían reflejado los fundamentals. Dar a los inversores la posibilidad de evaluar la situación antes de operar era una medida que tenía sentido.

Los cierres asociados a la volatilidad y la caída de los mercados globales son otra cuestión. No está muy claro qué esperan conseguir los políticos con el cierre de las Bolsas nacionales en la actual crisis financiera. Las autoridades locales confían en que las condiciones globales mejoren durante el tiempo que permanezcan cerradas.

La confianza en los mercados ya está hecha añicos. Al impedir que los inversores trasladen sus fondos a refugios más seguros se corre el riesgo de empeorar la situación. Si los inversores se vieran obligados a vender porque buscan un margen adicional de ganancia, tendrían que buscar otros mercados. Con esto surge el peligro de que la volatilidad aumente aún más. Además, cuando un mercado abre nuevamente, es incluso más probable que los inversores retiren sus fondos por miedo a no poder hacerlo libremente en el futuro. Una vez estafados, no tendrán prisa en volver.

Se supone que los mecanismos de emergencia tienen el objetivo de calmar los mercados volátiles. Para que eso suceda tienen que venir acompañados del anuncio de medidas creíbles que aborden la raíz el problema.