Con Pumper Nic, Alfredo Lowenstein se convirtió en el pionero al introducir, nada menos que en el país de la carne, el formato de comidas rápidas –o fast food, o comida chatarra, para sus detractores– con el que se identifican los que pasan los 30. Tal vez, aprovechando el conocimiento familiar del negocio, ya que otro Lowenstein, Ernesto, había sido uno de los creadores de Paty, la primera marca de hamburguesas del país, en 1960. Durante doce años, bajo la razón social Facilvén (que sería más tarde dueña de la marca de comida rápida japonesa Sensu), la cadena local, caracterizada por el hipopótamo y el logo de redondeadas letras rojas insertas entre dos panes ovalados amarillos (idéntico al de Burguer King, por lo que Pumper enfrentó un problema legal cuando la segunda cadena mundial llegó al país, en 1989) se expandió sin obstáculos. Así, llegó a tener 70 locales y a facturar u$s 60 millones.

Pero en 1986 empezaron los problemas: la temible número uno del rubro, McDonald’s, llegó a estas costas, trayendo consigo, como en todo el mundo, restaurantes idénticos a los estadounidenses. Curiosamente, esa sensación de pertenencia al mundo globalizado fue irresistible para las clases medias y medio-altas, mientras que, en su país de origen, este formato constituye un consumo popular.

Para colmo de males, su pionero sistema de franquicias también comenzó a hacer agua, y Alfredo, que para entonces ya pasaba la mayor parte del tiempo en Estados Unidos, le delegó el negocio a su hijo Diego. En 1995, éste vendió la marca y se asoció con Wendy’s, la tercera del mundo, para traer esa licencia al país. Al año siguiente, la cadena local colapsaba para siempre.