Aún después de un año y medio de cruenta revolución es difícil entender el proceso que llevó al León del Desierto a instaurar un régimen más tenebroso e injusto que el que él mismo había derrocado en 1969. Muamar Gadafi, aquel joven de 28 años y pelo ensortijado que aparecía en las revistas con su túnica oscura elevando sus plegarias en el desierto y prometiendo una sociedad más igualitaria terminó sumergido en los mismos desbordes lujuriosos y sangrientos a los que había combatido.

Nacido en el seno de una familia nómade, en una tienda de campaña en el desierto cercano a Sirrte, durante el dominio italiano en Libia, Gadafi siempre fue provocador, rebelde, impredecible y a su vez, nacionalista y orgulloso de su estirpe árabe. Cuando derrocó al rey Idris El Senoussi proclamó una constitución nacionalista semejante a la egipcia, cerró las bases militares extranjeras en el territorio libio y lanzó como proclama la unión de una nación fragmentada por las rivalidades tribales. A ello siguió una notable mejora en la calidad de vida de la población mediante la construcción de viviendas, forestación de parte del desértico territorio libio y aumento sustancial del número de cabezas de ganado del país.

Pero, hacia afuera, se convirtió en el líder al cual Occidente en pleno sindicaba como involucrado en el financiamiento de todo tipo de revuelta, revolución, atentado y complot en buena parte del continente negro, e incluso fronteras afuera.

Apoyó al dictador de Uganda Idi Amin Dada, al centroafricano ‘emperador‘ Bokassa, pero también al Frente Sarahui de Liberación que combatía a la monarquía marroquí. Fue el atentado que hizo explotar en pleno vuelo un avión de Pan Am sobre el espacio aéreo británico en 1988, en Lockerbie, uno de los pocos hechos sangrientos por el que sus hombres terminaron en los tribunales internacionales. Pero al mismo tiempo que se lo acusaba, Europa no dejaba de hacer negocios con él : italianos, franceses e ingleses se abastecieron del petróleo libio que les proveía Gadaffi y de todos los negocios que traía aparejados, haciendo gala de una hipocresía a prueba de todo. Hasta la Fiat cedió un 5% de su paquete accionario al líder libio, sin importarle sus antecedentes en derechos humanos.

Gadafi llevó en sus comienzos una vida austera y a pesar de haber instalado su cuartel general en una residencia de estilo italiano próxima a Trípoli -herencia de la invasión-, era habitual que durmiera en una tienda en el desierto, como en su niñez. Esa costumbre luego se transformó en extravagancia cuando -ya despojado de aquel ideario de su jjuventud viajaba a Europa y pretendía instalarla frente a un palacio francés o en los jardines neoyorquinos de las Naciones Unidas. En 1973 publicó su célebre Libro Verde, tres volúmenes en los que vuelca su proyecto político para Libia.

Pero Gadafi, que se sentía invencible, y que en sus 42 años en el poder en Libia había logrado acumular a un fortuna inmensa que le permitía comprar favores de todo tipo, no pudo escapar a los vientos de libertad en el mundo árabe que comenzaron en Túnez y que pronto se dispersaron en toda la región.

Resistió los embates de la oposición a sangre y fuego, y pasó sus últimos días escondido en Sirtre, la ciudad que lo vio nacer. Su muerte llegó 215 días después de que las fuerzas occidentales atacaron su régimen. El pueblo de Libia y las potencias occidentales festejan el fin de un régimen despótico que dejó miles de muertos en su camino. Ahora llegó el momento para que quienes lo combatieron logren instaurar en el país un gobierno democrático donde impere la ley y las libertades civiles.