

Después de suspender la visita de Estado que la presidenta Dilma Rousseff realizaría a Estados Unidos y transformar la despedida del embajador en Brasilia, Thomas Shannon, en una mortificante sesión de críticas al espionaje americano, el gobierno brasileño prepara un acto de efectos prácticos más notables: la Cámara de Comercio Exterior (Camex) tiene que decidir las duras represalias que aplicará contra empresas estadounidenses, en caso de que no cumplan las obligaciones que asumieron con Brasil en la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Sin embargo, no es el tema que preocupa a Rousseff. La mandataria dedicó un largo tiempo a leer un robusto dossier sobre China.
Dilma ordenó detalladas informaciones acerca del reciente 13º Congreso del Partido Comunista Chino, que estableció los rumbos de la presidencia de Xi Jinping. El Palacio do Planalto tiene gran expectativa sobre la visita de Estado que hará Xi Jinping a Brasil en abril.
El interés de Dilma tiene menos que ver con el claro desgaste de la relación con Washington que con el encanto que genera en el Planalto la relación con los chinos. Entraron con fuerza en la licitación de las reservas de petróleo en el yacimiento de Libra, lo que alimenta los sueños del gobierno de que volverán con mucha energía cando tenga lugar la futura licitación de ferrovías y otras inversiones de infraestructura en Brasil.
De Estados Unidos, Dilma espera un trato similar al que dieron a la canciller alemana Angela Merkel, a quien pidieron disculpas y prometieron cambios, después de espiarle sus conversaciones telefónicas.
En el caso de la OMC, Brasil resultó victorioso en el proceso contra subsidios ilegales de Estados Unidos a los productores de algodón, y ganó el derecho de que se elimine esa ayuda desleal al producto americano. Mientras no retira los subsidios, Estados Unidos se comprometió a financiar investigaciones del Instituto del Algodón Brasileño, y en caso contrario quedarían sujetos a represalias.










