La aproximación de la presidenta Dilma Rousseff al ex mandatario Fernando Henrique Cardoso se trata de una operación política bien calculada. Subestimada por los dirigentes del Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB), al que pertenece Cardoso, y mal vista por el sector del gubernamental Partido de los Trabajadores (PT) más cercano al ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, el entendimiento atiende a los intereses de ambos políticos.

Para Rousseff, el ex presidente es un interlocutor en la oposición sin agenda electoral, lo que facilita cualquier conversación; para Cardoso, la buena receptividad a las políticas de Dilma sirve para marcar las diferencias entre los dos gobernantes del PT, especialmente en lo que se refiere a la tolerancia con la corrupción.

El cambio de estilo en la Palacio do Planalto contribuyó decisivamente al nuevo escenario. El ex presidente Lula transformó la disputa política con el PSDB casi en un embate personal con Cardoso. No fueron pocas las veces en que hizo elogio de la ignorancia, al decir que otros, antes que él, habían estudiado mucho pero no mejoraron el país.

Rousseff estudió en la Universidad de Campinas (Unicamp) en una época en que Cardoso era una referencia para la intelectualidad de izquierda. En la aproximación con Dilma, tiene mucha importancia la admiración personal.

FHC es atendido en la medida en que la presidenta, al reconocer su papel en la historia del país, permite que su pasaje por el Palacio do Planalto se revise con una mirada diferente del sesgo que tenía Lula, un presidente que pasó los ocho años de mandato atribuyendo los problemas que surgían en su gobierno a la herencia maldita recibida de su antecesor.

Desde la transición, Dilma se mostró a favor de un diálogo con la oposición. En su discurso de asunción en el Congreso, Rousseff pidió a la oposición que dejara atrás la rivalidad de la campaña electoral y prometió no hacer un gobierno basado en afinidades partidarias. No habrá en mi gobierno discriminación, privilegios o amiguismo. Soy, en este momento, presidenta de todos los brasileños, aseguró.

Sin embargo, Dilma tenía un problema: el candidato derrotado de la oposición, José Serra, del PSDB, debería ser una especie de candidato natural para el diálogo de la presidenta con la oposición. Antes de la campaña, Dilma y Serra mantenían relaciones cordiales. Ambos estuvieron en la línea de frente del combate al régimen militar. El tucano, como se denomina a la militancia del PSDB, desde los inicios del golpe de 1964, cuando presidía la Unión Nacional de Estudiantes (UNE); la presidenta, en la lucha armada, durante los llamados años de plomo.

Pero las afinidades entre ambos se desmoronaron durante la campaña. Dilma no perdonó a Serra la exploración que tuvo el tema de aborto en la elección. Ambos se trataron educadamente, pero la relación, que tampoco fue nunca de amistad muy profunda, no es más la misma.

La opción para Dilma era la interlocución con el ex gobernador y senador electo por Minas Gerais, Aecio Neves, tucano como Serra. No hay noticias de que la presidenta eventualmente haya pensado en crear esa vía de diálogo con el partido Demócratas (DEM), de derecha.

En la evaluación de Dilma y de quién ayudó en esa estrategia, como el ex ministro de la Casa Civil, Antonio Palocci, Neves era un político con conocimiento de los problemas que enfrenta un gobierno de coalición, pero tenía en contra el hecho de haberse tornado el potencial candidato del PSDB a las presidenciales de 2014.

Con Cardoso, había una conjunción más que perfecta para atender a los intereses políticos y personales de la presidenta y de un ex mandatario condenado al purgatorio por un presidente con el carisma y la popularidad de Lula.

Cardoso culpa a Lula por haberlo demonizado ante el pueblo. Además de admiración intelectual, Dilma cree que Cardoso hizo un buen gobierno. El tucano, a su vez, comprendió de inmediato las señales de Rousseff: la presidenta no pretendía ser rehén de dos partidos políticos.