Los partidos de fútbol se ganan con los jugadores y no por los directores técnicos. Tampoco los gana la hinchada, aunque su aliento a veces juega un papel protagónico. Un director técnico puede ser responsable de una derrota con un mal cambio de jugador, o responsable del éxito, cuando consigue un buen rendimiento colectivo. Las mismas consideraciones valen para el presidente de un club que decide por las suyas contratar un jugador que el club necesita ó el de ser condenado por una mala campaña cuando vende un jugador que clave. Sin embargo, tanto directores técnicos como presidentes se manifiestan como si fueran los verdaderos responsables de los resultados del equipo.

Algo parecido sucede con la economía de un país. Presidentes y gobernadores se desviven por aparecer como artífices de un éxito económico, cuyo mérito generalmente corresponde a otros. Son los empresarios los que invierten, producen, exportan y crean empleo; los productores agropecuarios los que producen el alimento para la población y las divisas para el país; los camioneros y transportistas los que trasladan y distribuyen lo que los demás producen y consumen; los maestros los que enseñan y capacitan a los alumnos y los médicos los que cuidan la salud de quienes trabajan y producen. En definitiva, son los que desde su puesto de trabajo los que crean la riqueza de un país.

Claro que a presidentes, gobernadores y legisladores les compete la formulación de las políticas y el dictado de las normas, sea para alcanzar una mejor calidad de vida ó para llevar a cabo las inversiones en infraestructura que el país necesita. También les corresponde mantener a raya la inflación para que no se deprecie el valor de la moneda y fijar una política tributaria equitativa. Pero estos no suelen ser los temas que se discuten en una campaña política, lo que quedará de manifiesto a medida que gane protagonismo el debate previo a las elecciones de octubre, donde se impondrá la confrontación por el resultado de una gestión, donde abundarán los temas que poco tienen que ver con el mérito propio. No se dejará pasar la oportunidad de resaltar el éxito alcanzado en materia de exportaciones, que pegaron un salto desde los u$s 25,6 mil millones en 2002 hasta los 68,5 mil millones en 2010, un aumento del 167 % que brindó el año pasado un superávit de u$s 12.000 millones que permiten reforzar aún más el nivel de las reservas.

Lo que pocos mencionarán es que el aumento de las exportaciones es un fenómeno registrado en todos los países del mundo. Además, mientras la economía global creció como nunca antes lo hizo en las últimas décadas, las exportaciones mundiales lo hicieron casi al doble. Así Uruguay aumentó sus exportaciones en un 179%, Paraguay un 245% y Brasil más de 370% a pesar de haber revaluado su moneda. También tuvieron un crecimiento destacado Chile con un 202 % y Perú con un increíble 358%.

Hay que destacar que el crecimiento de las exportaciones no fueron consecuencia de una política específica, que no la hubo aunque a veces se la cataloga como una política de tipo de cambio elevado y competitivo. Un tipo de cambio elevado facilita la colocación de los productos propios en otros mercados, pero este es sólo uno de los factores que deben ser tomados en cuenta.

También en el período 1990-1999, con un tipo de cambio muy desfavorable, de sesgo claramente anti exportador, las ventas externas aumentaron un 120%, influidas por la fuerte expansión del comercio global. Y aún durante el gobierno militar entre 1976 y 1982, también con un tipo de cambio desventajoso, las exportaciones aumentaron un 83% en 7 años.

Consideraciones parecidas merecen los resultados positivos del balance comercial externo donde no hay ningún mérito objetivo. Si todos los países del mundo decidieran tener un saldo positivo en la balanza comercial, ninguno podría tenerlo. El saldo favorable de un país siempre tendría que quedar compensado con el saldo negativo de otro. La visión neomercantilista de proclamar un saldo favorable permanente como indicativo del bienestar económico es una simple ilusión que se desvanece una vez que el país comienza verdaderamente a crecer de manera sustentable con una equitativa distribución del ingreso, en base a un aumento permanente de la productividad.